El fuego del espacio quema el alma de los hombres (2)

Aquí va la segunda parte. Y aquí está la primera.


Un año después, mi cuerpo estaba totalmente limpio de cáncer y recobré la dicha de vivir, sintiendo que había escapado de milagro. Las pesadillas, que en ese momento asocié a mi proceso, también cesaron y volví a recuperar el aspecto saludable de antes de comenzar mi personal martirio.

La vida había regresado para mí y lo celebré con ganas, hasta que en una de las consultas de seguimiento el doctor me comunicó que el horror no había terminado.

No lo entendemos –me dijo–. Las pruebas… las analíticas, eran correctas, sin trazas tumorales, pero…

¿Ha vuelto? –le pregunté en un hilo de voz.

El médico asintió apesadumbrado y continuó:

Ha metastatizado en el páncreas. Lo siento muchísimo.

Había estado un año limpio y ahora me enfrentaba, temblando de ira y frustración, a nuevas sesiones de envenenamiento químico que me concedieran más tiempo en este mundo. Llegué a, armándome de valor, mirar una de las ecografías que hicieron de mi órgano, y me vino a la mente la imagen de una piedra alucinante, extraterrestre, con formas creadas aleatoria y caóticamente en su superficie por los vientos solares.

Las pesadillas también habían vuelto.

Y, un año después, como había venido, el cáncer se fue.

Los médicos comenzaban a hablar de mí como un milagro médico, incapaces de entender qué me estaba pasando y cuando, finalmente, no sabían a qué conclusión llegar, hacían un gesto de incredulidad y creían que debía ser una mezcla de mi particular resistencia y la bondad de los tratamientos.

En el fondo de mi ser, sabía que estaban totalmente equivocados, y cuando, otro año más tarde, me diagnosticaron cáncer de estómago ni siquiera me inmuté. Ni cuando, después de otro período de enfermedad y curación, descubrieron cáncer en la próstata.

De vez en cuando, a los cuarenta y cinco recién cumplidos, contemplaba con detenimiento las cosas de mi pasado que suponían el único nexo con la realidad y la cordura; imágenes, mementos de todo lo perdido. Mi esposa, sencillamente, se cansó y no se lo puedo reprochar en absoluto. Mi carácter se agrió y mi mente torturada hacía de mí alguien imposible con quien vivir, así que la dejé marchar. Es lo que más me duele de todo.

Decidí que esta vez no iría a la consulta mientras contemplaba el papel higiénico manchado de rojo, como si la muerte acechara entre mis heces y me sonriera, como si quisiera atraerme a su lado y bailar conmigo un tango macabro antes de hacerme descender a la tumba.

Doblado por el dolor, tumbado en el desvencijado sofá de una casa oscura y sucia, recordé entonces, y aún no sé por qué, la noche en que mi padre me llevó al campo con el telescopio. La imagen me acosaba, y entendí, aun con mis sentidos debilitados por la fiebre, que tenía algún significado. La comprensión se abrió paso entre la neblina de mi dolor, y supe lo que tenía que hacer.

Tenía que continuar la cadena, ser un eslabón engarzado más.

Cerca de la casucha donde me llevó mi padre, que ya no me pertenecía por haber vendido la parcela hacía años al no estar interesado en ella, y que había sido demolida y expropiada para construir una carretera que pasaba justo al lado, había un pequeño pueblo, que esperaba sirviera para llevar a cabo lo que estaba pensando.

Era uno de esos pueblos en los que la modernidad casi no había llegado, en el que el ritmo de la vida seguía siendo apacible, casi bucólico, de unos pocos cientos de vecinos que se conocían entre sí, con sus alegrías, sus secretos y sus rencillas.

En el que los niños aún caminaban solos por las calles.

Fue fácil hacerme con uno de ellos, acercándome a él para preguntarle por unas indicaciones y metiéndolo a la fuerza en mi vieja, pero fiable, furgoneta. Intenté calmarlo durante el trayecto al lugar donde calculé se levantaba anteriormente la casa que había sido de la familia, pero era imposible, y sus lloros y gritos resonaban en el interior del vehículo, por lo que lo contrarresté subiendo el volumen de la radio hasta el máximo, convirtiendo el lugar en un espacio cerrado y claustrofóbico lleno de cacofonías que se desplazaba en la oscuridad, hacia el sitio donde hacía tantos años un padre y su hijo habían acudido.

El niño, de puro cansancio, dejó de desgañitarse, y le dije una y otra vez que no tenía nada que temer, que no le iba a pasar nada, que volvería con sus padres a su casa antes de que se diera cuenta… Saqué el telescopio recordando cómo funcionaba, y lo monté mientras el niño, sorbiéndose los mocos, me miraba desde el interior de la furgoneta.

Ven –le dije, cuando hube localizado Fomalhaut, abriendo la puerta y tendiéndole la mano–. Tienes que verla. Tienes que ver esto.

El niño, con resignación, me hizo caso y miró como le dije. Tras unos instantes, retiró la cabeza y me miró.

No hay nada –me dijo, entre hipidos.

¿Me había equivocado? ¿Se había movido el telescopio al darle algún golpe sin querer? Comprobé que no era eso. Ahí estaba Fomalhaut, azul y señorial, en el cielo nocturno.

Mira bien –le dije, casi cariñosamente–. Tienes que guiñar el ojo izquierdo y mirar al centro de la imagen. ¿Lo ves?

El niño volvió a negar con la cabeza. Y yo volví a comprobarlo. Estaba comenzando a impacientarme y le sacudí cogiéndolo por los hombros.

¡Mira al centro! –le grité–. ¡A la estrella azul!

Ahí no hay nada –dijo, por tercera vez, comenzando a llorar de puro miedo, y me fijé en la mancha de orín que se había esparcido en sus pantalones, lo que me enfureció salvajemente. ¿Acaso no se daba cuenta? ¡No le iba a hacer daño, por Dios! ¡Solo quería que la viera!

Le cogí la cabeza y le obligué a mirar nuevamente mientras le gritaba cada vez más frenético, pero el niño me decía, una y otra vez, una y otra vez, que no había nada y, preso de la más cerval de las iras, puse mis dos manos en torno a su pequeño cuello.

¡Mírala! –le ordenaba mientras apretaba–. ¡Mírala! ¡Es Fomalhaut! ¡Es la diosa azul de la noche! ¡Fomalhaut! ¡Está ahí, vigilando! ¡Observando! ¡Mírala!

El niño comenzó a golpetear infructuosamente mis brazos, y en sus ojos vi que a su inocente cerebro había asomado la comprensión instintiva de que estaba a punto de morir; mientras su cuerpo se convulsionaba y las lágrimas de dolor y miedo corrían por sus mejillas, yo seguía gritándole inmisericorde.

Hasta que el último hálito de vida se le escapó.

La cordura volvió a mí de repente, y fui consciente de lo que había hecho. Solté al niño, horrorizado, pero volví a cogerlo, evitando que el cuerpo cayera al frío suelo. Lloré y temblé de terror contra mí mismo y acuné al niño, que yacía entre mis brazos como un muñeco de trapo, y acaricié su pelo revuelto del color de la paja, mientras mis lágrimas caían de mi rostro a su rostro en un torrente inacabable.

Me había convertido en un monstruo y, desconsolado, me dormí ahí mismo, en el lugar donde había cometido tan terrible asesinato.

Y soñé.

Soñé que despertaba, que me incorporaba, y el niño ya no estaba. Detrás de mí se levantaba la casa, como recién erigida y me encaminé hacia ella, notando cómo un leve fulgor azulado asomaba entre los resquicios de las ventanas entreabiertas. Mi padre apareció en el umbral, y ya no estaba aterrado, sino feliz, contento, con una enorme sonrisa, y asentía aprobadoramente, comenzando a levantar su mano e indicando, lo intuí, a mis entrañas.

Supe que estaba curado y, cuando la revelación me golpeó como un mazo, me desperté.

Volvía a estar en el mundo de la vigilia, y el cuerpo del niño yacía a mi lado, pero, tras sacudir la cabeza para despejarme, entendí perfectamente el significado de lo que había pasado.

Y, mejor aún, sabía perfectamente lo que tenía que hacer cada vez que las pesadillas volvieran a reclamar su tributo de sangre.

Nuestros conocimientos, nuestra ciencia, nos dice que en el vacío del negro, helado espacio, no puede existir fuego al no haber oxígeno que consumir, pero estamos equivocados. Como especie, estamos equivocados en muchísimas cosas. Es un fuego aterrador, majestuoso y sublime, que no arde en el espacio físico, sino en uno mucho más profundo, desconocido para nosotros, pero mucho más real que el que nos permiten percibir nuestros pobres sentidos de mamíferos. Es un fuego que arde en las entrañas de aquellos que sabemos verlo, que nos da vida y nos da muerte, y que nos desborda, incapaces nuestros cascarones de retener tal magnificencia.

Y pensar que me hubiera podido ahorrar tanto sufrimiento si hubiera tenido un hijo al que enseñar Fomalhaut…

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