El romance del falso caballero: capítulo 4

Como siempre que un capítulo termina, aquí está para leerlo entero. ¡Que lo disfrutéis!


CAPÍTULO 4

Mientras avanzaban por las sendas que apenas se vislumbraban entre los árboles del bosque de Genindas, trochas en su mayoría abiertas por ciervos que vagaban de acá para allá, Elin intentó arrancar algo más de información a Morgana. La joven estaba insatisfecha con las parcas explicaciones de la hechicera, pero esta no respondía ni a una sola de las preguntas que le hacía. Ni siquiera se dignaba a mirarla, a volver el rostro hacia ella, a dirigirle un vistazo de refilón para demostrar que, cuando menos, había escuchado la pregunta.

Tan solo cuando la tierra y alguna que otra roca que jalonaba el camino fueron sustituidas por un terreno húmedo y parduzco, se detuvo Morgana, levantando la mano y desatando un suspiro de alivio en los dos caballeros que trotaban por detrás.

–Estamos en el límite del pantano, a lo que se ve –dijo mirando al frente, donde se extendía una zona en la que los árboles estaban mucho más dispersos y sus ramas se inclinaban hacia zonas que alternaban un légamo maloliente, producto del agua estancada y la vegetación descompuesta, con charcos en los que chapoteaban sapos y ranas que buscaban cazar con sus largas lenguas el sustento alado que cubría en nubes el pantano. Una neblina flotaba en el ambiente, como si la propia masa de agua fuera la que la producía, dificultando la visión más allá de cincuenta pasos.

–Bonito lugar –comentó con sarcasmo el Bello–. ¿Nunca habíais estado antes, dama Morgana?

–No. –La mujer se frotó el mentón, pensativa. Entrecerró los ojos, queriendo traspasar la bruma–. Conocía de su existencia, pero los pantanos no son sitios que me agraden especialmente.

–¿Y de dónde sacáis la provisión de ranas y culebras para…?

Morgana se volvió hacia Perceval como una centella y se colocó a su par; el comentario preñado de irreverencia del caballero murió en sus labios al ver a la hechicera, una cabeza más baja que él, enfrentándosele. Pese a su superior corpulencia, se sintió intimidado por el poder que desprendía Morgana: un brillo azulado parecía recorrer su espesa melena azabache y las puntas se combaban hacia arriba, dándole el aspecto de una furia surgida de los mitos antiguos.

–Será mejor que cerréis la boca caballero, o no respondo de lo que os pueda pasar.

El Bello Desconocido golpeteó con la mano la placa de la hombrera de Perceval.

–Ha sido un comentario muy zafio, amigo mío.

–Os… pido perdón, dama Morgana. –Lo dijo bajando la cabeza y con el puño izquierdo sobre el corazón. El gesto pareció aplacar a la hechicera.

–¿Qué es eso? –Elin señalaba una luz anaranjada, como la que surge de una antorcha, que se veía a la izquierda del grupo, desplazándose a una velocidad similar a la de un caballo a medio trote.

Los dos caballeros miraron hacia ella.

–Juraría que tiene forma humana –dijo Perceval. El Bello asintió–. ¿Quién puede ser?

–No quien –replicó Morgana–. Qué. Es una criatura fatua, compuesta de luz o fuego. ¡Nos estaba espiando! ¡Dadle caza, caballeros, antes que revele a sus amos nuestra presencia!

La urgencia en la voz de Morgana espoleó a Perceval, que salió corriendo en pos de la criatura. A pocos pasos detrás de él, tras haber saludado con un ademán a Elin, iba el Bello. La muchacha también habría salido corriendo, de no haber sido porque Morgana la cogió con fuerza del brazo. Le chistó e hizo un leve movimiento negativo de cabeza.

–Déjalos –dijo–. Deja que cacen ilusiones esos dos botarates, que tú y yo tenemos que hablar. ¿No es eso lo que querías?

–¿Qué? ¿Hablar? –Elin contempló a los dos caballeros hasta que fueron tragados por la niebla–. Sí, debéis contarme…

–Pues entonces, déjalos –concluyó la mujer con autoridad. Y Elin cerró la boca.

Pero Elin no podía permanecer callada mucho rato. Entendiendo que la ausencia de los dos caballeros facilitaba a Morgana soltar la lengua de una vez por todas, compuso su mejor sonrisa y, pestañeando como una chiquilla curiosa que pregunta a sus padres, dijo:

–Esa criatura… ese ser de luz que hemos visto, ¿es obra vuestra?

–Bien lo has captado, niña. –Morgana asintió, se recogió el pelo con una mano mientras con la otra se enjugaba el sudor de la nuca. La humedad era mucha y empezaba a hacer que las ropas de las dos parecieran empapadas–. Como ya he dicho, con cualquier cosa que huela medianamente a aventura se entretienen.

Elin levantó las cejas, un tanto molesta por la desidia de la hechicera para con quienes, a fin de cuentas, eran sus compañeros de la Tabla Redonda. Sin embargo, se le escapó una risita; se estaba habituando a la mordaz forma de ser de Morgana. Y lo que era peor: le gustaba.

–Antes de nada –continuó Morgana haciendo unos movimientos con el brazo derecho que más parecían volatines–, explícame por qué Merlín te envió a este pantano. Y al castillo del barón Melquíades, porque ahí dijo Perceval que estabais, ¿no es así?

–Sí. –Elin contempló cómo un rastro de luz de plata se formaba ante ellas, en el suelo, iluminando una senda no vislumbrada con anterioridad. Morgana tanteó el inicio del camino con un pie, comprobando que era firme; satisfecha, comenzó a andar por él sin miedo a mojarse las botas–. Pero no había nadie en el castillo. Parecía como si todos hubiesen desaparecido.

–Sígueme, niña. No te quedes pasmada ahí. Eso es, sin miedo. Que el camino no va a desaparecer mientras yo no lo quiera.

»Lo que dices es más o menos cierto –explicó–. No había nadie, pero no porque se los llevaran. Lo que visteis se debió a una deformación de la realidad, un solapamiento de los dos reinos… –Elin hizo aletear las pestañas con incomprensión y Morgana torció el gesto, frustrada–. Estabais entre nuestro mundo y el de las Hadas, pero más en este que en aquel. ¿Lo entiendes?

–No mucho, la verdad –respondió Elin encogiéndose de hombros. Las ranas callaban a su paso, pero reanudaban su cansino concierto en cuanto quedaban a sus espaldas.

–Bueno, es igual. Para tu solaz, el barón y su gente se encuentran bien. Sanos. Rubicundos. Felices. Como siempre suelen estar, según se dice.

–¿Se dice?

–Eso hablan. Que las tierras de Melquíades son las más dichosas de toda Inglaterra. Que sus habitantes sonríen sin cesar y viven sin penuria alguna. Si te he de ser sincera, creo más bien que se trata de una cuestión de estupidez congénita, pero…

–¿Y el libro? –Elin la interrumpió, provocando que la hechicera lanzara un suspiro.

–¿Qué pasa con el libro? Ya te he dicho…

–Sí, dama Morgana. Lo habéis dicho. Habéis dicho que es algo vital para que Camelot siga existiendo. Así que no os sorprenderá si insisto en que me contéis algo más del mismo.

–Tienes valor, niña. Muchos caballeros de tu Tabla ni siquiera se atreven a desearme los buenos días por temor a que les fulmine mi legendaria mala baba.

–No os veo tan temible. –Elin lo dijo con desparpajo y Morgana, por primera vez desde que la vio, dulcificó su expresión. La sonrisa le produjo unas arrugas en las comisuras de los labios, sin duda debido a su poca experiencia en tales menesteres.

–Eso es porque no me conoces bien, niña –respondió la hechicera.

Morgana procedió entonces a desenvolver el hato en que llevaba el misterioso libro plagado de runas. Runas gaélicas, según había dicho Perceval. La hechicera lo contempló un momento entre sus manos; era pesado, como si en vez de fina vitela sus hojas estuvieran hechas de madera grabada. Elin lo cogió cuando Morgana se lo tendió.

–Está muy frío. –La joven tembló al tocar la cubierta.

–Cuanto más tiempo pase fuera de su mundo, más frío estará. Por eso lo llevo envuelto, Elin: encuentro más placer en la lumbre y el calor. –Elin asintió y abrió el libro. Las hojas crujieron un poquito, como suspirando–. Es una colección de hechizos, descubrimientos y experimentos de un antiguo brujo. Un mago, que diría Merlín.

–¿Hay diferencia? –preguntó Elin un tanto ensimismada, contemplando los extraños caracteres.

–Para ese viejo chocho, sí. Según Merlín, un brujo extrae el poder para obrar prodigios de las fuerzas oscuras. Los magos, de las contrarias. ¿Adivinas qué es lo que me llama a mí?

–Bruja. –Elin se arrepintió de responder de forma tan rápida, pensando que Morgana podía tomárselo como una descortesía. Sin embargo, la mujer asintió con un rictus de leve tristeza.

–Bruja. Eso es.

–¿Y lo sois? ¿Tratáis con fuerzas oscuras, quiero decir…?

–Lo que Merlín y yo entendemos por poderes oscuros difiere. El resultado, sin embargo, viene a ser el mismo: hacemos que el fuego, el aire, el agua y la tierra nos obedezcan. Cumplen nuestra voluntad.

–Y este libro… ¿por qué es tan importante? –Elin volvió al tema que más le interesaba.

–Porque contiene la forma de deshacer los portales al Otro Mundo que se están abriendo, Elin. Por toda Inglaterra.

Elin la miró con el ceño fruncido. Se fijó entonces en que se habían detenido en una zona del pantano que estaba cerca de una porción de tierra seca, lo bastante extensa como para albergar una pequeña choza de madera y pajas, muy humilde. Frente a la puerta había una silla y, sobre ella, un hombre sentado que las contemplaba con curiosidad.

Las preguntas se apelotonaban en la mente de Elin y decidió obviar, de momento, al anciano de cabeza calva y rostro arrugado. A pesar de no haberlo visto hasta entonces y que ello podía significar que, cuando menos, era extraño.

–¿Por toda Inglaterra, decís?

–En efecto. –Morgana hablaba contemplando al anciano. Cogió el libro de las manos de la joven y lo volvió a envolver–. Tremolgón y tu atacante a las afueras de Camelot surgieron de uno de dichos portales. Y, por lo que os pasó en el castillo de Melquíades, cada vez son más grandes. La barrera se está rasgando a toda velocidad, me temo.

»Y debemos encontrar la forma de cerrarla, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que un ejército como nunca ha visto el mundo pase por ellos y nos arrase.

–¡Entonces el libro es vital! –La obviedad de Elin hizo que Morgana girase los ojos sobre sus órbitas.

–Basta por ahora. Creo que si Merlín te mandó a este lugar, fue por él. –Señaló al anciano sentado, que se señaló a sí mismo tocándose el pecho. El viejo rio con ganas, pero no dijo nada–. Vayamos a saludarle. Y a averiguar qué demonios hace aquí perdido.

–No creo estar perdido. –El anciano, mirando a las dos mujeres desde su desvencijado asiento, lo dijo de sopetón en cuanto llegaron hasta él. Pese a que Morgana lo había dicho en voz baja y bien lejos, parecía que tenía un oído finísimo. Quizá sobrenatural–. Más bien diría que las perdidas sois vosotras. Qué pueden hacer una maga y una… ¿espadera? en Genindas, conocido por muchos como un sitio infecto e inhóspito, es lo que me pregunto yo.

La voz del hombre era dulce, comparable al escucharla al gusto que se obtiene cuando se toma un rico vaso de hidromiel. Elin sintió una profunda simpatía por él.

–En realidad, señor –dijo–, no sé muy bien por qué, pero debo estar aquí. El gran mago de Camelot…

–Merlín –la interrumpió él, asintiendo.

–Exacto. Merlín… me envió para aprender sobre mí. De mi familia pasada y de mi herencia. –Elin se fijó en que Morgana se toqueteaba el labio pensativa–. ¿Quizá vos podáis decirme…?

–Merlín te ha indicado bien el camino. –El viejo se levantó. Encorvado como estaba en la silla, ninguna de ellas se había fijado en la enorme estatura de la que hacía gala. Al desplegarse la túnica blanca que tenía arrebullada, vieron que su cuerpo era delgado, pero no tan esquelético como en un principio habían, sin saber muy bien por qué, pensado. Y sus facciones, aunque avejentadas, recordaban a Elin las de las hermosas estatuas que los antiguos legaron a Inglaterra, un hermoso rostro carente de mácula pese a las arrugas. Pensó que, en tiempos, debía haber sido uno de los hombres más bellos del mundo.

–Elfo –bisbiseó Morgana. Y, más alto después–: Eres uno del pueblo élfico.

–Ese es uno de los nombres que nos dais. –Hizo una grácil reverencia. Su cuerpo aún conservaba la flexibilidad de antaño–. En efecto.

El hombre extendió una mano de largos dedos y cuidadas uñas hacia el rostro de Elin y a esta le pareció que se trataba del gesto cariñoso de un familiar cualquiera, por lo que no se movió pese a que cualquier dama habría rechazado que un extraño le acariciase la mejilla. Los ojos del elfo brillaron emocionados.

–Tienes su misma naricilla respingona –dijo.

–¿La de quién?

–La de tu abuela. –Elin iba a preguntarle de qué la conocía, pero el elfo se le adelantó–: Mi nombre es Firdánir, y fui un criado y amigo de Ula.

El nombre de la mujer hizo que Elin arrugara la nariz al pensar en que Merlín la había enviado al pantano de Genindas para saber de ella; por tanto, o creía en las casualidades –que la habían llevado hasta la puerta de una cabaña donde vivía aislado del mundo alguien que conocía bien a su abuela–, o tenía que reconocer que empezaba a sentirse como una marioneta.

Y no le gustaba.

–No llegué a conocerla –dijo Elin con voz un tanto picajosa. Vio que Morgana se había alejado unos pocos pasos, mirando con interés y sin ningún tipo de disimulo al interior de la choza por su única ventana, un mero agujero practicado en la pared de barro.

–Estuve con ella hasta el final de sus días. Era joven… muy joven para nuestro pueblo, Elin. Ese es tu nombre, ¿cierto? –La muchacha asintió–. Pero su fuego vital comenzó a declinar cuando murió su gran amor.

–Mi abuelo –aventuró ella.

–Sí. Antiguamente, no era raro que uno de los nuestros compartiera el corazón con alguien del pueblo joven…

–¿El pueblo joven?

–La raza humana –aclaró Morgana; pese a estar cotilleando por el lugar, no perdía detalle de la conversación–. Vinimos a este mundo mucho después que ellos.

–Un momento… –Elin alzó las manos pidiendo atención, el ceño fruncido en una expresión pensativa–. ¿No vivís en otro mundo? ¿En otro… reino… o plano?

–No siempre fue así. –Firdánir cerró los ojos, como saboreando los recuerdos, suspirando–. Este mundo era el nuestro, pero nuestros antepasados vieron que debíamos dejároslo en herencia. –Elin hizo un gesto de comprensión infantil levantando las cejas y apretando los labios–. Encontramos un nuevo hogar ente los pliegues del espacio…

–Elin no entenderá lo que quieres decirle –interrumpió la hechicera con tono condescendiente–. Las criaturas del hermoso pueblo, esas criaturas que aparecen en los cuentos y las leyendas, hallaron la forma de viajar al mundo que está más allá de nuestros sentidos.

–El mundo que hemos visitado…

–¿Lo habéis visitado? –preguntó él alarmado–. ¿Cómo es posible? Tienes gotas de sangre élfica, pero…

–Quizá no la tenga tan diluida como piensas, anciano –replicó Morgana poniendo los brazos en jarras–. En poco menos de cuatro meses, Elin ha tenido contacto con vuestro mundo en tres ocasiones.

–¡Tres! Pero eso es…

–Casi imposible, diría yo. –Morgana echó la cabeza hacia atrás, haciendo que sus vértebras hicieran un ruidito de chasquido–. Pero ya ves.

El elfo miraba boquiabierto a Elin, sin creer lo que le estaban diciendo. La muchacha pareció un tanto molesta por el escrutinio y se encogió de hombros, diciendo:

–¿Y qué? No es que sepa lo que está pasando, en realidad.

–Quizá sea pronto para aventurar…

–Dilo, anciano –exigió Morgana.

–Es posible que seas tú misma una puerta, Elin.

–¿Puerta? ¿A vuestro mundo? –Los otros asintieron casi al unísono–. ¿Que yo soy una puerta?

–Es una metáfora –explicó Morgana–. Los practicantes de la magia gustamos mucho de esas cosas. Hay seres que son afines con ciertas propiedades que se escapan de lo natural. Tú eres una de ellos.

–¿Quieres decir… que puedo abrir…?

–No. –Morgana negó con vehemencia–. Tú no puedes abrir nada. Nadie puede rasgar la realidad sin conocimientos previos; no es algo innato.

»Sin embargo, sí creo que eres capaz de provocar que las rasgaduras aumenten de tamaño.

–¿Amplificar la duración y la estabilidad de los portales? –inquirió Firdánir–. Esa es una habilidad muy rara. Preciosa.

–Como el oro –asintió Morgana. Elin seguía molesta al ver que los dos hablaban de ella como si no estuviera delante–. Desde el momento en que la vi, pensé que esta chica era un tesoro.

–¡A ver! –protestó Elin llamando la atención de los dos–. ¡Que estoy aquí!

Sin embargo, Morgana no le hizo ni caso, y el elfo, que desvió por unos momentos la mirada hacia la joven, enseguida quedó intrigado por el libro sostenido por la hechicera ante sus ojos.

–¿Lo reconoces?

–No. –Firdánir acercó una mano hacia el objeto–. ¿Puedo?

–Puedes.

Elin apretó los labios, sintiéndose como una chiquilla a la que mandan a jugar con los demás niños mientras los adultos hablan de temas serios. Dio una patada al suelo, haciendo que saltara un terrón de barro y decidió que, dado que no le prestaban atención, bien podría hacer ella lo mismo.

Sin decir nada se acercó a la casa, pero en lugar de mirar por la ventana como había hecho Morgana, rodeó la pared y llegó hasta la parte trasera, donde había un pequeño huertecito en el que, para su asombro, crecían altas plantas con frutos de jugoso aspecto, parecidos a las remolachas, rojos y gordos como su puño. Miró hacia atrás, por si la habían seguido. Con cierto ánimo vengativo, arrancó uno de ellos y, tras frotarlo en su manga, lo mordió. El jugo se desparramó por su barbilla y adelantó la cabeza para evitar mancharse la ropa.

Soltó una risita de satisfacción al comprobar que su sabor era todavía mejor de lo que parecía. Siguió dando pequeños bocados mientras se alejaba de la casa, de forma tal que la conversación de los otros le llegaba cada vez más apagada.

–… sangre es la clave, creo yo –decía Morgana.

–Puedo ayudaros con las traducciones de los pasajes que más confusos os resulten –replicaba Firdánir–, pero nunca me interesó la magia.

–Será suficiente. Con mis conocimientos, bastará…

Elin apartó una rama baja que bloqueaba un sendero visible entre los árboles que extendían sus ramas como brazos viejos y la maleza pantanosa, escuchando el ulular de un búho por delante de ella. Desde niña, siempre le habían parecido criaturas fascinantes, con esos ojos enormes que parecían traspasar la propia alma, calculando en sus cabecitas cuál era la mejor forma de mostrar la suficiente arrogancia que impidiera que fueran molestados. Recordaba aquella madrugada en su cuarto, ese día en el que se encontraba enferma, cuando uno de ellos se posó en el alféizar de la ventana, mirando hacia el interior. Durante un buen rato lo contempló mientras movía la cabeza con parsimonia, oteando lo que tenía más allá del cristal, hasta que su madre llegó con una taza humeante de caldo y el movimiento alertó al pájaro, que salió volando con aire ofendido.

Se internó en lo que, en comparación con la vegetación que bordeaba el camino que había seguido con Morgana a través del pantano, era una espesura siguiendo el rítmico canto del ave.

La tierra que pisaba no estaba húmeda, pero tampoco era lo bastante firme como para no tener cuidado: miraba dónde ponía cada pie al dar un paso, pues no tenía ganas de hundirse hasta los tobillos en un charco de légamo. Confiada en que nada podía ocurrirle, Elin avanzó hasta que la niebla se cerró en torno a ella y, cuando por fin vio a la criatura posada en una rama, echó de inmediato mano a la empuñadura de su espada.

Pues el animal, si bien poseía cuerpo de búho –un búho tremendamente enorme, cuya envergadura podría alcanzar sin problemas los tres metros–, su cabeza era la de una mujer viejísima, de rostro arrugado y nariz ganchuda, labios agrietados y negruzcos que abrió con un siseo serpentino mostrando unos dientes colmilludos, afilados. Sus ojos rojizos se clavaban en la muchacha temblorosa, que atinó a desenvainar su arma.

Justo cuando el horrendo ser se lanzaba desde la rama a por ella.

Elin trazó un arco ascendente con su acero, que silbó al cortar el aire y destelló con un fulgor azulado. El ser, sin posibilidad de cambiar su trayectoria, solo pudo echarse a un lado y la espada rasgó su ala derecha; el monstruoso pájaro lanzó un chillido de dolor y cayó a tierra como un fardo pero, de inmediato, se puso de pie sosteniéndose sobre sus dos poderosas patas terminadas en unas garras tan afiladas como la mejor de las espadas. Hinchó su rotundo pecho emplumado y lanzó un grito; la joven se estremeció al escuchar el sonido producido por la boca de la vieja que coronaba el increíble conjunto que se erguía, desafiante, ante ella.

Elin se puso en guardia, respondiendo al reto. Adelantó el pie izquierdo plantándolo firmemente en el suelo, colocó la espada en paralelo a su cuerpo para poder responder a cualquier ataque que le lanzara.

Los ojos de ambas se encontraron, y en sus miradas había una fiera determinación: la de matar o morir.

La criatura dio un salto prodigioso hacia Elin, impulsada por un rápido batir de sus poderosas alas, proyectando sus terribles garras hacia la muchacha.

Elin sintió el fluir del tiempo en torno a ella. De nuevo, lo que Merlín y Morgana habían llamado “sus capacidades” venían en su ayuda: El movimiento del monstruo se convirtió en una imagen casi fija, que se desplazaba a una velocidad muy lenta. La joven pudo predecir a la perfección la trayectoria de ataque y se echó a un lado y hacia delante poniendo toda su fuerza en el brazo con el que se sujetaba la espada, que trazó un arco escarlata sobre el torso de su enemigo. Se dio la vuelta para contemplar el resultado del encontronazo y vio que el ser había caído, desequilibrado por el golpe que Elin le había dado, y que a duras penas se incorporaba apoyándose renqueante sobre una de sus alas. El acero había mordido su carne con furia y la sangre manchaba su plumaje blanquecino. Los labios de la criatura se curvaron en un gesto que mezclaba dolor e ira.

El mundo volvió a fluir con normalidad mientras la joven observaba a la mujer pájaro prepararse para un nuevo ataque pese a la gravedad de su herida. Envalentonada, Elin le hizo un gesto de desafío con su mano libre.

–Vamos, maldita –dijo–. Ven a por más.

Sin embargo, y para su pasmo, no fue la criatura que tenía delante quien respondió. Un coro de ululatos se elevó desde las ramas que la rodeaban y, cuando levantó la cabeza, vio una serie de ojos rojizos fijos en ella.

Demasiados ojos rojizos como para pensar en salir indemne si se enfrentaba a todos sus propietarios.

Elin podía ser arrojada, incluso temeraria… pero no suicida, así que dio la vuelta y comenzó a correr sabiendo que el resto de amigos de la criatura que había herido enseguida se lanzarían tras ella. Huyó sin preocuparse en absoluto de si metía los pies en un charco, como le había preocupado antes, pues era consciente por completo de que si aflojaba el ritmo un instante caería bajo las afiladas garras de los seres, que producían un terrible viento al batir sus enormes alas tras ellas y cuya velocidad, por fortuna para Elin, no era determinante en una zona como esa, en la que las ramas impedían a las criaturas maniobrar.

Si conseguía refugiarse en la casa de Firdánir…

Confiaba en que Morgana pudiese mantenerlos a raya. En cuanto llegó al claro donde se levantaba la casa del elfo, gritó a pleno pulmón:

–¡Morgana! ¡Morgana! ¡Cuidado! ¡Vienen…! –No supo qué decir. ¿Qué era lo que venía tras ella? ¿Pájaros? ¿Brujas? Así que calló y esperó que sus gritos atrajeran la atención de la hechicera, y que ella misma dedujera lo que eran cuando viera a los seres.

Alertados por los gritos de la joven, Morgana y Firdánir llegaron hasta ella, que señalaba respirando agitada hacia atrás. Los dos vieron enseguida qué es lo que había hecho a Elin huir despavorida y se hicieron cargo de la situación. El aire comenzó a chisporrotear en torno a la mujer, que musitó unas palabras en un idioma antiguo y olvidado, mientras el elfo daba largas zancadas hacia su casa, de donde cogió un arco largo y un carcaj.

–¡Preparaos para la batalla! –ordenó Morgana contando mentalmente a sus enemigos, que los superaban en una proporción de cinco a uno–. ¡Formad un círculo!

Elin no pudo evitar sonreír al pensar en que más bien sería un triángulo, y se dio cuenta, por ello mismo, de que la emoción de combatir junto a compañeros de batalla había reemplazado al temor que había sentido mientras corría escapando de las criaturas.

Adelantó su acero manchado de sangre, preparada para recibir a más de esos demonios del Infierno.

El primero en atacar fue Firdánir, que lanzó dos flechas en rápida sucesión hacia los monstruos que se acercaban por el aire. Impactaron en sendos enemigos, que cayeron con pesadez al suelo heridos de muerte, agitando por última vez sus alas emplumadas en un estertor de agonía. Morgana se decantó por la defensa y gritó algo que se superpuso a los graznidos de las criaturas en un idioma extraño, gutural y cavernoso al tiempo que movía los brazos en remolinos veloces; de repente, una muralla de fuego se formó ante ella y se expandió, como si el mismo aire se incendiase, formando un círculo protector en torno a los tres combatientes, elevándose hasta la altura de dos personas puestas una encima de la otra.

–¡Esas arpías no podrán atacarnos con facilidad! –dijo Elin sonriendo.

–Más bien son sirenas. –Incluso en pleno combate, Morgana no podía dejar pasar la ocasión de demostrar su superioridad intelectual.

–¿Como las de Odiseo?

–Exactamente. ¡Prepárate por si alguna de ellas se decide a atravesar el muro de fuego! –ordenó.

Elin asintió, clavando su mirada más allá de la ígnea muralla, donde las sirenas –Elin pensaba que Homero había cambiado mucho los detalles, desde el canto hasta el aspecto– permanecían sin atreverse a lanzarse contra sus enemigos, algunas planeando en cortos círculos, algunas posadas en el suelo. Una nueva flecha salió volando del arco cantarín de Firdánir, que se incendió en pleno vuelo y se clavó en el pecho de una de las criaturas, que gritó en su agonía. El fuego se expandió por el plumaje.

Al ver que el elfo podía seguir atacándolas, y que Morgana comenzaba a pronunciar las palabras de un nuevo conjuro, las sirenas decidieron lanzarse contra ellos aunque ello supusiera chamuscarse; un par, más astutas o menos inconscientes, se elevaron hasta alcanzar la altura máxima del muro de fuego, para luego arrojarse por el ojo del huracán flamígero y lanzarse en picado, casi como pesos muertos, contra Elin y sus compañeros.

–¡A un lado! –gritó la joven, viendo el fugaz descenso de los monstruos; Morgana, alertada, interrumpió su conjuro e hizo que el fuego aumentara su diámetro, dándoles espacio para maniobrar. Desplegando las alas, frenaron su descenso y proyectaron las garras, desafiantes, hacia delante para atacarlos. Elin agitó la espada, llamando su atención, encarándose a ellas.

–¡Vamos! –gritó, dando un paso hacia ellas mientras Firdánir seguía descargando una mortal lluvia de flechas y Morgana chisporroteaba con una luz azulada–. ¡Venid!

Las sirenas obedecieron. Se lanzaron contra ella a la vez y Elin optó por empezar con la de la izquierda, un tanto más grande que su congénere. Desplazándose con rapidez para que la otra no pudiera atacarla, Elin trazó un arco, más tentativo que otra cosa, contra la criatura, que respondió a su desafío con un nuevo grito. La joven sintió el aire proyectado por el batir de sus alas, pero no se dejó engañar y mantuvo la vista fija en las garras, que se proyectaron buscando su carne. Con agilidad, Elin esquivó el ataque y lanzó un tajo ascendente que golpeó a la sirena en la pata, desequilibrándola y obligándola a tomar tierra. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, la joven lanzó una estocada en dirección a su cabeza, pero erró al calcular mal la distancia. La sirena le golpeó con una de sus alas con tal fuerza que la hizo trastabillar, preguntándose por qué no estaba accediendo a su capacidad especial.

Con el rabillo del ojo, vio que la otra sirena, también en el suelo, se acercaba lenta, con torpeza, para flanquearla. Tenía que acabar de inmediato con su oponente o la habrían rodeado.

Dio un nuevo salto para esquivar otro golpe de ala y esa vez sintió que el filo del acero mordía carne al entrar en el torso de la sirena. Impulsada por su propio movimiento, se lanzó hacia delante e hizo que la espada trazase un arco de vuelta, tajando de nuevo a la criatura, abriéndole una fea herida en la parte baja del torso, de donde manó sangre a borbotones. En su cara horrible y vieja se formó una expresión de pánico y la vida comenzó a abandonar sus ojos. Aleteó con frenesí, de manera alocada, y Elin volvió a clavar su arma en el pecho del monstruo, hincándola casi hasta la empuñadura, atravesando piel, carne, músculo, órganos.

Comenzaba a sacar la espada del cuerpo ya muerto para enfrentarse a la otra sirena, cuando sintió un agudo dolor en el hombro.

La muy maldita la había mordido, clavando sus infectos dientes colmilludos tan hondamente que le arrancó un pedazo de carne. Elin gritó de dolor, pero se dio la vuelta con rapidez, sacudiéndose a la criatura con un codazo, haciéndola retroceder.

Cegada por la furia que supuso que la hubieran herido, Elin lanzó un par de golpes frenéticos descendentes con una velocidad pasmosa. El segundo de ellos golpeó el cráneo del monstruo, hendiéndolo casi hasta la nariz, abriéndolo como un melón maduro. Liberó la espada con un brusco tirón y, poseída por la rabia, volvió a tajar la cabeza de la sirena de arriba a abajo, partiéndola en dos mitades que se abrieron sobre el cuello emplumado como sanguinolentos pétalos de una flor terrible.

Miró en derredor, resoplando, buscando un nuevo enemigo. Firdánir había gastado todas las flechas de su carcaj, que ahora yacían enterradas en los cuerpos de las sirenas desparramadas por el suelo. Las pocas que habían decidido lanzarse contra el muro de fuego permanecían retenidas, como congeladas en pleno vuelo por las artes de Morgana, quien tenía una mano alzada mientras que la izquierda, que presentaba el dedo índice y meñique extendidos, subía y bajaba siguiendo un ritmo sincopado. La hechicera miraba hacia el suelo concentrada en sus conjuros, musitando algo casi inaudible. De repente, Elin sintió en el interior de su cuerpo una presión, como si el aire en torno se hubiera comprimido y luego liberado con brusquedad, soltando una onda expansiva que ganó velocidad y golpeó con brutalidad a las sirenas que aún quedaban vivas, aplastando sus órganos internos, licuándolos por la terrible presión, matándolas de inmediato.

Los gritos de los monstruos y el chasquear del aire quemándose fueron sustituido por las respiraciones agitadas de los tres únicos seres que quedaban con vida.

Pero la sonrisa triunfal de Elin se le congeló en el rostro cuando Morgana, con voz dura, muy dura, le dijo:

–¿Acaso no sabes andar sin atraer problemas, chiquilla estúpida?

Elin no supo qué decir. Se limitó a quedarse plantada, sintiendo una picazón en los ojos que amenazaba con convertirse en lágrimas al no entender por qué Morgana…

–Vamos, vamos, dama Morgana. –Firdánir dio un par de golpecitos en el hombro de Elin que, aunque buscaban consolarla, la hicieron sentirse todavía más patética y diminuta–. Elin es un faro para las criaturas del Otro Mundo, no lo puede evitar.

–¡Por eso mismo no puede andar por ahí como si fuera de excursión!

–Entiendo vuestro enfado, Morgana. –La voz del elfo era dulce, como miel derramada, y pareció que ejercía un efecto balsámico en la hechicera; esta relajó el rostro–. Pero tenemos nuestra parte de culpa al habernos enfrascado en nuestra conversación y dejar de lado a Elin. –La aludida asintió de modo inconsciente y recibió otro par de palmaditas de una forma más receptiva, sonriendo a Firdánir y sabiendo que, en esos momentos, era el aliado capaz de calmar la furia de la mujer–. Creo que te debemos una disculpa, querida.

–Está bien –bufó Morgana, dando su brazo a torcer–. Me deshago de todos estos cadáveres y hablamos.

–Pasemos al interior de mi morada –dijo Firdánir, señalando la choza.

–Id yendo entonces. No me llevará mucho y prefiero que no estéis por aquí cerca mientras hago el conjuro.

Los dos obedecieron asintiendo en silencio y entraron en la casa. A sus espaldas, Elin creyó detectar un olor denso, desagradable, que le recordó a los huevos podridos, a la nata agria, al moho del pan de varios días, pero no se dio la vuelta para echar un vistazo por encima del hombro. No quería que Morgana volviese a levantarle la voz e insultarla.

El interior de la casa le produjo una pequeña desorientación en cuanto posó la vista en la única estancia que contenía. Era solo una sala, pero muy espaciosa, tan grande –podría jurarlo– como el salón del trono de Camelot. Quizá incluso más. La impresión de vastedad quedaba realzada por la elevación de las paredes, que hacían que el techo colgase a muchos pies por encima de ellos, decorado con formas de escayola que se proyectaban hacia abajo en múltiples formas: aquí un dragón cayendo en picado, allá un árbol que desplegaba sus ramas como si desease un abrazo, más allá todavía un cervatillo que bebía la leche de su madre… Todas formas maravillosas y diferentes que produjeron en Elin un sentimiento de placidez, transportándola a un lugar mágico y calmo, henchido de paz y tranquilidad.

Ni por un momento se le pasó por la cabeza preguntar por las extrañas dimensiones de la casa de Firdánir.

Se sentaron en un par de cómodos divanes, del estilo de los reclinatorios romanos, una de las muestras de la gran cantidad de piezas de mobiliario que estaban repartidas por el lugar y que parecían, por sí mismas, diferenciar las diferentes partes de la casa, como si los muebles hicieran las veces de tabiques separadores entre el salón y el dormitorio, entre la cocina y el estudio.

Firdánir sonrió mientras Elin contemplaba todo en derredor embobada.

–Bienvenida a mi casa, Elin –dijo el elfo.

–Es… maravillosa.

–Solo un pálido resto de la gloria de la que gozábamos en el Otro Mundo –replicó con una nota de nostalgia y tristeza por lo perdido.

–¿Era… Era todo así allí?

–No, Elin, no todo era bello. También como aquí, en vuestro mundo, había horrores similares a los que te han atacado.

–¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué querían matarme? –preguntó la joven.

–Es tu sangre, Elin. Hay muchos que la están buscando.

–¿Mi… sangre? –Firdánir asintió con gravedad–. Pero… no entiendo para qué pueden quererla. Quiero decir… entiendo que en mis venas hay sangre de elfo… por mi abuela… –El elfo volvió a asentir sonriendo–. Pero está diluida, ¿no?

–¿Acaso no eres capaz de obrar prodigios, según la dama Morgana me ha contado?

–Bueno, sí… más o menos…

–Eso es el poder de tu sangre, Elin. Quizá en tu madre la parte humana fuera más fuerte, o quizá no lo supo durante toda su vida, pero el caso es que tu herencia se ha hecho fuerte en ti, querida niña. Ellos lo saben, y te necesitan.

–¿Ellos?

–Los invasores del Otro Mundo. –Morgana había llegado hasta ellos tan silenciosa que Elin se sobresaltó al escuchar su voz. Parecía más calmada e incluso se permitió dirigirle una leve sonrisa mientras se tumbaba y relajaba en un diván que Elin hubiera jurado no estaba ahí un momento antes. El vestido verde moteado de gotitas escarlatas se desparramó en torno a su cuerpo, cayendo el vuelo de la falda hacia el suelo–. Con tu sangre pueden terminar de rasgar la frontera que nos separa de ellos y lanzar un ataque total contra el mundo de la humanidad.

–Sí, eso creo que lo entiendo. –Elin se removió incómoda, pensando en que era una pieza muy importante en ese drama–. Pero… ¿Acaso esas grietas se producen por mi culpa? ¿He sido yo la que…?

–No, niña, no te culpes –la calmó Firdánir–. Las grietas vienen produciéndose desde hace mucho, desde que los mundos son mundos. Desde que existe la historia, en realidad.

–Pero en los últimos años, han aumentado. Eso es cierto –terció Morgana.

–Por una de ellas pasó tu abuela, Elin, y conoció a tu abuelo. Se enamoraron y durante un tiempo los dos se vieron cuando lo permitían las fisuras. A través de una de ellas, al fin, la acompañé para ayudarla a instalarse en vuestro mundo.

–Y el resto es historia –interrumpió Morgana con un ademán impaciente, nada interesada en la historia familiar y amorosa de Ula, la abuela de Elin.

»Siempre había sospechado –continuó, quitándose un rizo moreno que le había caído sobre los ojos de esmeralda– que la multiplicación de avistamientos de seres mágicos tenían que ver con rasgaduras en la realidad. No fue hasta hace poco que pude confirmarlo.

–Entonces… todas esas aventuras de los caballeros de la Tabla Redonda…

–Cierto. –Morgana soltó una carcajada con la reflexión de Elin–. Si no fuera por ello, ¡Gawain, Lanzarote y demás compañía tendrían muy pocas cosas que hacer en Bretaña!

Elin la acompañó riendo, como si la tensión entre ambas no se hubiera producido nunca, pero de inmediato soltó un quejido de dolor al sentir un pinchazo en el hombro, donde el monstruo la había mordido.

–¡Niña! –exclamó Firdánir levantándose y recorriendo el espacio entre ambos con largas zancadas–. ¡Estás sangrando!

–No es nada… –Elin apartó la tela que cubría su hombro y la cara se le descompuso en un gesto que mezclaba asco y dolor al ver que su pálida piel había sido mancillada: presentaba unos agujeros, como si agujas de tremendo grosor hubieran sido clavadas en ella, por los que se escapaba la sangre.

–No digas tonterías, Elin. –El elfo se aproximó para contemplar la herida más de cerca, entrecerrando los ojos y acercando una mano hacia la joven–. ¿Me permites…?

–Sí, sí –respondió Elin. En realidad, ni siquiera se había acordado del dolor hasta ese momento: lo había olvidado en el fragor del combate y solo ahora, relajada y una vez pasados los efectos de la furia, sentía un ligero mareo.

–Menos mal que esa sirena no ha sido capaz de llevarse un gran trozo de ti –dijo intentando hacer una broma. Morgana solto una risita sarcástica poniendo los ojos en blanco mientras miraba en torno suyo–. Pero tenemos que tratarla enseguida, o la herida podría infectarse. –Elin asintió y esperó a que Firdánir volviera con unas gasas de algodón sobre las que había vertido una pomada de color verduzco que olía a menta y romero.

–¿Qué es? –preguntó con interés Morgana.

–Un destilado en gel de varias hierbas con efecto limpiador. –Firdánir lo dijo con aire de maestrillo mientras limpiaba la sangre de la herida y colocaba con habilidad la gasa impregnada de pomada sobre ella. Se fijó entonces en el colgante que ornaba el cuello de Elin y que, hasta el momento, había permanecido oculto bajo las ropas de la muchacha–. Hum, ¿qué es esto?

–¿El qué? –preguntó Elin con un suspiro, pues la pomada había hecho que sintiera un escalofrío refrescante y placentero.

–Este medallón…

–¿Eh? –Morgana se acercó hasta los dos y se inclinó para verlo de cerca. Elin se sintió, por un instante, como el bufón al que todos miran esperando que haga su próximo número. Cohibida, se echó hacia atrás en el diván y se subió el cuello de la blusa, estirándola hasta casi la barbilla.

–Me lo dio Merlín –dijo–. Me dijo que lo llevara para protegerme…

–¿Protegerte? ¿De qué? –La voz de Morgana mostraba a las claras su desaprobación; por si Elin dudaba que entre los dos había una clara animadversión, esa impresión quedó del todo suprimida con el tono de la hechicera.

–No… no lo dijo.

Morgana bufó y masculló entre dientes algo así como “faltaría más”; con gesto enfurruñado, volvió a su diván sin decir una palabra más. Firdánir se toqueteaba el labio inferior con gesto pensativo.

–Este colgante, Elin… –dijo por fin–. Perteneció a tu abuela.

La muchacha toqueteó la joya y, tras pensarlo un momento, se llevó las manos a la nuca y soltó el enganche; miró el collar mordiéndose el labio inferior, no sabiendo muy bien qué pensar sobre el objeto, sobre su abuela, sobre Merlín… Tenía la impresión de que su vida se estaba acelerando sin que ella pudiera hacer nada por controlarla, por evitar que los acontecimientos la desbordaran, y abatió los hombros, con gran cansancio. Apoyó el mentón en la mano diestra dejándola reposar sobre su rodilla mientras con la otra apretaba el collar.

Ajena al torbellino emocional de Elin, Morgana seguía repasando el libro que había conseguido en el Otro Mundo y una casi imperceptible sonrisa asomó a sus labios. Se los mojó con la punta de la lengua, un gesto que, de haber sido visto, hubiera recordado al del gato cuando está a punto de zamparse al ratón; hizo un pequeño pase mágico con los dedos y la página que estaba leyendo brilló con levedad desprendiendo una fosforescencia azulada. Acto seguido, Morgana cerró el libro, dejándolo en una mesita cercana.

–Ya lo tengo –anunció. Los otros dos la miraron interrogantes–. Sé cómo se expanden las fisuras.

–Eso no nos sirve de mucho –replicó Elin, un tanto abatida, volviendo a colocarse el collar en torno al cuello.

–Te equivocas, niña. –La voz de Morgana no incluía reprimenda esa vez, sino una parte de condescendencia y otra de triunfalismo–. Sabiendo los pasos seguidos, puedo crear el conjuro inverso. –Firdánir se levantó y se acercó a la chimenea, dejando un par de troncos en ella mientras Morgana hablaba–. No creo que me lleve mucho tiempo…

–Pero, ¿y yo? –preguntó Elin–. ¿Cuál es mi papel en todo esto? Empiezo a cansarme de escucharos hablar y hablar sin que digáis nada, dama Morgana.

La hechicera enarcó una ceja pero, en contra de lo que cabría esperar, no dijo nada; no soltó un exabrupto, no hizo un comentario, ni siquiera lanzó una risa sardónica. Se limitó a asentir y, con voz calmada, incluso dulce podría decirse para lo que Morgana era, dijo:

–No entiendo por qué la herencia de tu abuela se ha manifestado con fuerza en ti, Elin. Ni por qué se saltó a tu madre, si es que se la saltó. Tenemos que trabajar con lo que tenemos, con lo que sabemos… y eres tú, Elin, la baza con la que contamos. –La joven hizo un mohín de cierto desagrado al ser comparada una vez más con una herramienta–. Quizá Merlín sepa algo más que…

La hechicera pronunció el nombre del consejero de Arturo sintiendo un sabor agrio en la boca, casi escupiéndolo. Firdánir aprovechó su ligera dubitación para inmiscuirse:

–Me gustaría volver a ver a Merlín. –Sus palabras provocaron que Morgana se removiera en el diván, incómoda–. Me gustaría mirarle a los ojos y ver si sigue teniendo en ellos ese brillo de fascinación por todo lo que le rodeaba.

–Brillo en ellos tendrás, en efecto –dijo Morgana ahogando un suspiro–. Como el que tienen las urracas cuando ven joyas a su alcance.

–Entonces, ¡volvamos a Camelot! –exclamó Elin poniéndose en pie con la energía de la juventud, como si el combate y la herida ya formaran parte de un pasado remotísimo.

–No tan rápido –rio Firdánir–. La noche está a punto de caer, y este pantano es un sitio demasiado inhóspito para recorrerlo cuando se ha puesto el sol.

–Estoy de acuerdo. –Morgana se estiró y bostezó–. He utilizado demasiada magia y estoy muy cansada. Necesito un buen sueño reparador.

El fuego encendido por Firdánir crepitaba devorando los leños y hacía que un calor reconfortante se expandiera por toda la casa. Elin también comenzó a sentir cierta modorra, pero el elfo dijo:

–Cenad antes. –Abrió una alacena y empezó a sacar platos y perolas–. Prepararé algo en un momento.

Las dos mujeres asintieron, si bien Morgana cerró los ojos enseguida. Elin la contempló sin saber muy bien qué pensar de la hechicera, de su poder y de la ayuda que le había prestado, pero también de sus modales abruptos, secos e incluso desagradables y del aire de superioridad con que se comportaba. Firdánir troceaba y cortaba lechugas, uvas, aceitunas y otras verduras que, supuso Elin, provenían del huertecillo en el que ella había cogido ese extraño fruto.

En poco tiempo, Firdánir le tendió una escudilla en la que vivos colores prometían un festín para el paladar.

–Lo he aliñado con miel –dijo–; espero que te guste.

Elin asintió y comió con fruición, mientras el elfo hundía las manos en su propia escudilla. La cena de Morgana, que dormía tan profundamente que incluso emitía ligeros ronquidos, se quedó sin tocar en la mesita en la que reposaba el libro.

Elin sintió algo extraño al comer lo que le había ofrecido el elfo, pues había sabores que no reconocía y que, sin embargo, le resultaban extrañamente familiares. Eso que parecía una simple hoja de lechuga era, cuando se la metió en la boca, como masticar una dulcísima naranja, mientras que esas semillas como pipas de calabaza, de apariencia tan insulsa, recordaban a deliciosas cerezas. Los sabores se le confundían en la boca y sintió que nunca había comido algo tan espléndido, al tiempo que notaba cómo la energía, ya mermada a esas horas del día tras tantos avatares, volvía a su cuerpo.

Al dejar la escudilla vacía, creyó que bien podría enfrentarse a otra manada de sirenas.

–Ha sido… estupendo –le dijo a Firdánir, que le estaba ofreciendo un vaso de agua pura y cristalina. Elin se preguntó de dónde, en medio de ese pantano repugnante, la habría sacado.

–He podido cultivar ciertas plantas de mi tierra, aunque al principio creí que no iban a poder arraigar en este suelo. –El elfo fijó su vista en los troncos lamidos por las llamas y su rostro se ensombreció por un instante–. Es de lo poco que pude salvar.

–¿A qué os referís?

Firdánir miró a Morgana, sumida en un profundo sueño, y se acercó con pasos sigilosos hacia la muchacha, solicitando permiso para sentarse junto a ella en el diván. Elin se acomodó para que ambos cupiesen y el elfo, en voz muy baja, habló:

–No quise decir esto mientras Morgana podía oírnos, pero es hora de que sepas ciertas cosas. Tú y solo tú. No me fío de ella –concluyó, señalando con un movimiento de cabeza a la hechicera.

–¿Por? –Elin se asombró–. Habéis luchado juntos…

–Aliados de conveniencia y por un instante, podría decirse. No, Elin, mi niña. Creo que en su mente hay un plan retorcido que no alcanzo a ver. Cuídate de ella, prométemelo.

Firdánir calló mirándola con gesto casi implorante y Elin, aunque creía que la petición era absurda, asintió moviendo despacio la cabeza. Pareció satisfecho y continuó:

–Es cierto que la magia presente en tu sangre puede ser clave en la tesitura en la que se encuentra vuestro mundo, vuestro Camelot. Desciendes de un largo linaje de estudiosos de la geografía de los reinos… ya sabes que no me refiero a reinos tal y como los humanos los entienden hoy en día. –La joven volvió a asentir, anhelando una explicación que no incluyera frases crípticas y medias verdades–. Tu familia fue una de grandes viajeros, que cartografiaron tantos lugares extraños y maravillosos que su archivo, reunido a lo largo de los siglos, contenía cientos y cientos de mapas.

»Ello, por desgracia, supuso su ruina.

–¿Qué ocurrió? –Elin se removió inquieta, sabiendo que iba a recibir una revelación de gran importancia.

–La magia se agotó en nuestro reino, queridísima niña. La magia funciona de modo similar en todos los lugares: aunque no te puedo decir exactamente cómo, sé que los practicantes de las artes místicas toman el poder presente en su realidad para manejarla a su antojo. Cuando se ha usado más rápidamente que su velocidad de reposición, se agota.

–¿Reposición?

–Sí. La realidad misma se encarga de crear más a medida que se gasta; ya te he dicho que no soy un experto. Eso te lo explicaría mejor Merlín. O Morgana. –Volvió a echar un vistazo a la mujer para cerciorarse de que seguía dormida.

»La cuestión que nos importa es que la magia fue esquilmada en mi tierra por las guerras entre los altos señores de los elfos, por el ansia desmedida de los chamanes trasgos, agotada en absurdas demostraciones de poder de eremitas alocados que buscaban la divinidad… –Firdánir, entristecido por los recuerdos de un mundo perdido, hundió la cara entre las manos–. Mi reino agoniza desde hace años, Elin, y se ha convertido en un erial en el que la muerte y el sufrimiento campan por doquier.

Elin sintió una profunda congoja y colocó con suavidad su mano en el hombro del elfo, que agradeció el contacto con una tenue sonrisa.

–Entonces –dijo la joven–, ¿los que dices que quieren venir a nuestro mundo…? ¿Es para tomar la magia que aquí existe?

–En efecto. No contentos con haber destruido un mundo, quieren agostar otro. Y por ello te persiguen, te buscan, te acosan. Saquearon los dominios de tu familia, con todos los conocimientos en ellos contenidos, y supieron después de tu existencia, a pesar de que tu abuela Ula intentó borrar todo rastro de su huida. Quizá tu afinidad con la magia haya hecho que sus espías hayan alertado al Gran Señor.

–¿El Gran Señor? –preguntó Elin, anticipando que la respuesta no le iba a gustar en absoluto.

–El mayor poder que se elevó sobre las cenizas de mi mundo, Elin. El más poderoso y voraz de cuantos altos mandatarios élficos quedan; sabe de ti y manda sus tropas en pos tuya al ritmo que le es posible.

»Si consigue tenerte, todo estará perdido.

Elin reflexionó sobre la terrible verdad que acababa de escuchar con gesto grave. El destino de un mundo, a lo que se veía, descansaba sobre sus hombros.

–Pero… soy solo una muchacha –dijo haciendo un mohín, incapaz de enfrentarse a tanta responsabilidad–. No puede ser cierto…

–Me temo que sí, Elin. –Firdánir cogió las manos de la joven entre las suyas: era su turno de consolarla–. Siento que el destino te haya elegido para tan gran responsabilidad, pero las cosas son como son. Nos guste o no.

»Has de saber, sin embargo, que estaré a tu lado, como lo estuve al lado de Ula. Podrás contar conmigo, te lo prometo.

Elin, casi a punto de llorar no sabía muy bien si por nervios, temor o agradecimiento tras las palabras de Firdánir, esbozó una sonrisa. Estaba a punto de abrazarse al elfo cuando en la puerta de la cabaña se escucharon unos golpes, llamando.

Morgana se incorporó de inmediato, con los ojos abiertos como platos, habiendo pasado del sueño a la tensión más absoluta. Echó un rápido vistazo a Elin y Firdánir, y sonrió sarcástica al verlos en el mismo diván, pero no dijo nada. Fue el elfo quien preguntó:

–¿Quién va? –Su rostro era de extrañeza.

–¡Abrid, por amor de Dios! ¡Os lo ruego!

Elin estuvo a punto de echarse a reír. Era la inconfundible voz del Bello Desconocido.

 


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