La semilla (III)

Por si te lo perdiste: (I)(II)

Lucía y Samuel se reunieron con los investigadores de la Científica que habían examinado el callejón y se intercambiaron los papeles tras los saludos de rigor. Sentados en torno a la mesa de una de las salas de reuniones de la comisaría, los cuatro leyeron los informes con interés. Cuando Lucía terminó, apartó la carpeta y sacó la agenda manoseada, regalo de Javier de hacía un par de años, en la que tomaba notas de sus investigaciones. Se mojó los labios con la punta de la lengua y miró a la pareja frente a ella. Con Fermín había trabajado con anterioridad, un hombre serio y taciturno que fumaba un cigarro negro tras otro, lo que explicaba las manchas amarillentas en su bigote moreno, pero al otro no lo conocía. Era mayor que todos ellos, cercano a la edad de jubilación, de cara ancha y labios finos que parecían instalados a perpetuidad en una mueca despectiva. Se subía las gafas, gruesas, una y otra vez, ya que la montura resbalaba hacia abajo en su fina nariz, y todo en él daba la impresión de estar en un sitio que no le agradaba en absoluto, removiéndose en la silla y jugueteando con los puños de su camisa rosada.

–En el escenario –dijo Fermín, encogiéndose de hombros– había poca cosa, la verdad. No hallamos sangre ni armas, ni nada aprovechable.

–¿Y los agentes que lo encontraron? –preguntó Lucía.

–No creo que nuestros amigos de la local metieran la pata y lo contaminaran –contestó él–. Y no añadieron nada a lo que habían declarado. Tendremos que esperar al informe de la autopsia para…

–¿No lo tienen aún? –preguntó Lucía, extrañada. Dio por supuesto que Javier lo había hecho el día anterior.

El otro investigador, que se había presentado al principio de la reunión como Pedro Uricio, negó con la cabeza.

–Un momento –dijo Lucía levantándose y yendo hacia la puerta.

Se dirigió a los cajetines donde se colocaba el correo interno del personal y miró en el suyo, que estaba vacío. El de Samuel, sin embargo, presentaba una de las carpetas anaranjadas que se usaban para contener los documentos y lo sacó, comprobando que quien lo remitía no era Javier. Intrigada, vio que procedía de la Sección Forense, pero la letra no era la de su marido. Mientras volvía a la sala de reuniones, sacó un único folio al que le habían grapado un par de fotografías del muerto, y sus ojos se deslizaron de inmediato a la firma del informe, una serie de letras que, con imaginación, permitían leer el nombre de María, o Marta, quizá.

Pensativa, dejó el informe sobre la mesa.

–Estaba en tu cajetín, Samuel –dijo.

–Curioso –Fermín se rascó el mentón–. Lo normal es que nos lo hubieran pasado a nosotros.

Leyó el informe en voz alta, y todos concluyeron en que seguían igual que antes. La muerte había sido debida al traumatismo producido por un fuerte golpe en la cabeza, efectuado con un instrumento romo tal y como había dicho Javier la tarde anterior, y la lividez, el estancamiento de la sangre y la coloración indicaban que había sido asesinado en el lugar del hallazgo.

–La hora de la muerte aproximada –reflexionó Lucía– encaja con lo que averiguamos en la sucursal. La víctima murió después de que lo vieran por última vez en el banco, entre las once de la mañana y las doce, que fue cuando lo encontraron en el callejón. Lo que no sabemos es por qué dejó su lugar de trabajo y lo mataron a media ciudad de distancia.

–¿Un asunto que salió mal? –aventuró Fermín.

Lucía no supo qué contestar.

–Interrogaremos a los trabajadores del banco.

–¿No estuvieron ayer? –preguntó Pedro, enarcando una ceja.

–Sí –contestó ella–, pero por la tarde. Podemos mirar las cintas de seguridad, ya que estamos. Iremos ahora, antes de la hora de la comida –concluyó, levantándose.

–Quizá –el investigador no quería dar por terminada la conversación, y levantó las manos para llamar su atención– sería interesante también repasar el lugar cercano al callejón.

Samuel hizo un gesto de fastidio. Si examinaban los dos lugares, no llegaría al partido para el que había comprado las entradas hacía más de un mes.

–Buena idea –dijo Lucía, y las esperanzas de Samuel de ver un festival de fútbol se extinguieron por completo–. Nosotros nos encargamos.

–Sí, por favor –agradeció Fermín, tendiéndole la mano–. Tenemos tres escenarios que procesar aún. Con este maldito calor, la gente se vuelve loca perdida.

Lucía asintió y se despidieron.

–¿Y cómo es que el informe no era de Javier? –preguntó Samuel, con ojillos aviesos. Como ella, había visto que la firma no era de su esposo, pero no había dicho nada.

–No lo sé –contestó ella, haciendo un mohín–. Ya le preguntaré luego.

Su segunda visita al banco les aportó lo que Lucía había esperado: nada nuevo. A pesar de hablar con unos cuantos trabajadores sobre la víctima, no sacaron nada que pudieran utilizar en su investigación y las cintas de seguridad fueron otro callejón sin salida. Después de hacer la parada para comer, se acercaron al callejón donde se encontró el cuerpo.

–La Policía Local –resumía Samuel leyendo las notas tras bajar del coche patrulla–, lo encontró allí.

Señaló un lugar entre dos contenedores de basura y Lucía miró las fotografías que se habían tomado. En efecto, en una de ellas aparecía el muerto tirado, hecho un guiñapo, en el interior de la zona acordonada y señalada como escena del crimen. Pasaron por debajo de las cintas y avanzaron con pasos cortos para evitar cualquier posible contaminación de la escena pese a que ya había sido procesada.

Lucía se acuclilló y miró el suelo, arrugando la nariz ante el hedor que salía de la basura que desbordaba el contenedor a su derecha. El callejón era estrecho, y las casas se alzaban amenazadoras, rodeándolo con agresividad, proyectando sombras oscuras que hacían bastante difícil distinguir algún detalle sin una linterna incluso en pleno día.

Un gato maulló al fondo y Samuel encendió un cigarro. El sonido del tráfico, los ruidos de la gente, llegaban tan amortiguados que pareció que el sonido de la piedra del mechero chasqueando alcanzaba la intensidad de un disparo.

–Es un sitio muy bonito –ironizó el policía, sacudiendo el pie que había metido en un charco que era con mayor probabilidad de orina que de agua.

Quizá fuera el calor, pero Lucía tenía la mente embotada. El caso le parecía plagado de interrogantes cuyas respuestas se le escapaban.

No sabía qué pensar, ni cómo acometer la investigación.

Se sentía como una novata, otra vez.

–¡Eh! ¡Oigan! –gritó una voz desde el fondo de la calle, y Samuel se atragantó con la bocanada de tabaco que acababa de aspirar.

–¿¡Qué coño!? –exclamó.

–¡Eh! ¡Eh! –repitió la voz, y una figura comenzó a acercarse. Lucía apuntó con la linterna y el cono de luz descubrió a un hombre vestido con un chándal andrajoso, viejo y desgarrado por varios sitios. El sin techo, con una barba castaña desmañada y un pelo sucio y grasiento, se acercaba encorvado, cojeando un tanto de su pierna derecha.

–¡Alto, señor! –advirtió Lucía, mientras su compañero farfullaba algo acerca de un susto de muerte–. ¡Esto es la escena de un crimen! ¡No debería estar aquí!

Se dio cuenta de que la mano se le había deslizado a su pistolera, y decidió no apartarla pese a que dudaba que el tipo resultara una amenaza.

–¿Están aquí por lo del tío gordo? ¿El muerto?

Los dos policías se miraron y sonrieron. Con suerte, habían encontrado un testigo. Lucía se acercó hacia él, con Samuel a su espalda.

–¿Sabe algo de eso, señor? –le preguntó, cuando estuvo a dos pasos.

–Bueno… –El sin techo se rascó la barba produciendo un sonido rasposo, y Lucía tuvo la impresión de que, en cualquier momento, saltarían piojos del matojo de pelo–. Sí, a lo mejor. Es posible, sí.

–Señor. –Lucía puso su voz más profesional y, a la vez, autoritaria–. Debo advertirle que, si sabe algo, es un delito no colaborar con la policía en la investigación de un delito.

–Se llama obstrucción a la justicia –apostilló Samuel.

El hombre se les quedó mirando, sonriendo con la cabeza inclinada, y sacó una petaca del bolsillo comenzando a desenroscar el tapón con parsimonia.

–¿No me daría un cigarro, jefe? –preguntó.

–Quédatelo –respondió Samuel lanzándole el paquete, casi lleno.

–Gracias, jefe. Muy amable. ¿Así que un delito, eh? No quiero cometer yo uno; no señor. Así que pregunten, pregunten.

–Bien –dijo Lucía sonriendo y pasando las hojas de su libreta hasta llegar a una en blanco–. Eso está mejor. ¿Vio algo de lo que sucedió aquí ayer? ¿Vio a alguien?

–¡Oh, no, no! –respondió, haciendo exagerados gestos de negación con las manos–. Yo no ví nada… –Lucía puso gesto de fastidio, pero antes de poder decir nada, el hombre continuó–: Un amigo mío lo vio, ¿sabe? Lo vio y dice que ahora ya no quiere esta calle, así que me la he quedado, je. Es mía, la calle esta.

–Perfecto. –Lucía apoyó la punta del bolígrafo sobre la agenda–. Y su nombre, por cierto, es…

–¿Cuál? ¿El mío? ¿El de mi amigo? Va a ser que no, jefa. Yo le digo lo que sé y santas pascuas, ¿eh?

Samuel miró a Lucía y se encogió de hombros.

–Está bien –ella suspiró y recogió la libreta–. Hable.

–A ver, la cosa fue así: Resulta que mi colega estaba aquí ayer, durmiendo la mona, y le despertaron unos gritos. Por suerte para él, estaba bajo unos cartones, así que no se fijaron en él. El caso es que el gordo gritaba algo sobre dinero, pero el otro no decía nada. Tenía mucho miedo. El gordo, no el otro. El otro estaba callado y, tras un rato, parecieron terminar la bronca y el gordo se iba a ir, pero… ¡Zas! El otro tipo va y le da un golpetazo en la cabeza y el gordo se cae al suelo. Seco.

–Ya veo –los dos policías volvieron a mirarse–. Y sobre ese otro tipo…

–¿El asesino? –preguntó el hombre.

–Sí –respondió Lucía–. ¿Cómo era? ¿Se lo describió su amigo?

–Pues el caso es que le chocó, porque el tío era muy curioso. O sea, le faltaba el brazo izquierdo, ¿sabe? Llevaba la manga de la camisa sujeta aquí, en el codo –el hombre hizo gestos para recalcar su explicación–. Y era un magrebí, ya que estamos.

Lucía esperó a que dijera algo más, pero el sin techo comenzó a andar hacia atrás, en dirección al lugar del que había salido antes.

–¿Nada más, señor? –le preguntó.

–¡Eh! –dijo él–. Yo ya he hecho mi parte, jefa. Eso es todo lo que sé, y yo no he hablado con vosotros.

Samuel se quitó la gorra suspirando, y se echó el pelo hacia atrás.

–Bueno, ya sabemos algo más –dijo, dirigiéndose al coche, aunque Lucía se quedó mirando al sin techo hasta que se confundió con las sombras del fondo del callejón. Mordiéndose el labio, como siempre que pensaba, apagó la linterna y fue tras Samuel. El rugido del motor al arrancarlo pareció devolverla a la realidad, pues consideraba que el encuentro había sido…

–¿Qué opinas? –le preguntó a Samuel.

–Que ya sabemos algo más –insistió este.

Puso marcha atrás pero no movió el coche todavía, haciendo que Samuel la mirara inquisitivo.

–Esto cada vez me gusta menos –dijo Lucía.

–¿Por?

–El sospechoso… muy raro.

–¿Es que no hay moros mancos? –preguntó él, riéndose.

–Fíjate, tú lo has dicho: moros. Lo normal es que se hable de árabes, musulmanes, marroquíes… Pero magrebíes… es una palabra demasiado específica, demasiado… culta para un sin techo. –Lucía, entonces sí, comenzó a mover el coche–. Pero, además, hay otra cosa que no me cuadra.

–Tú dirás. Tú eres el cerebro.

–Sí, eso es verdad –contestó ella sonriendo–. ¿Tú lo has olido?

–¿Al vagabundo? Pues no.

–Exacto. No. No olía a basura ni a suciedad. No olía como alguien que vive en la calle y viste ropas hechas unos zorros.

¡Sigue leyendo!

la-semilla


48 respuestas a “La semilla (III)

  1. Leñe. Ahora aparece «El Pistas» Jugando a dar el cante. Que le sigan con discrección a ver adónde va a dar el parte. O eso, o se lo pillan para la jaula y a escuchar como canta el palomo. Esa inspectora debería ser polilla, porque es más lista que la gazuza. Un abrazo.

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      1. Milord se detecta a leguas de distancia que el tipo es un mandado. Por lo mal planteado casi seguro que es del CNI. Es lo que sucede en un país que tiene carteles en la puerta de la sede del contraespionaje y además se ingresa en el servicio por el pedigrí. Uy. Mejor nos callamos. Verdad?

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      2. No te vas muy lejos de la realidad. Pero tampoco aciertas del todo. Y sí, me callo, porque al final voy a hacer un spoiler como una casa.
        ¡Y es que a ese vagabundo lo habéis fichado todos!

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  2. Si es que yo en cuanto he leído»magrebí», he pensado: «hubiera quedado mejor moro, es más coloquial» jeje
    Vale, ahora un vagabundo impostor va dando pistas, seguro que falsas a la poli… Mmm todo esto da mucho qué pensar!!
    Un abrazo, Lord!

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      1. Pues sí, que Lucía es bastante espabilada como para que nadie le chive la respuesta 😛
        ¡Y ojo! Nunca sabes qué historia puede haber detrás de alguien que duerme en la calle…
        PS: Pero sí, lo del «magrebí» era una pista para lectoras y protagonistas atentas, que así puede la trama seguir avanzando 🙂

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  3. A mi lo que me ha parecido raro es que con el tono tan evidente de «vengo a guiarlos por un camino» (que a todo esto no sabemos si en bueno o malo) los agentes no se hayan puesto a seguirlo apenas este se hubiera distraído.

    Ya voy por la muñeca de morderme las uñas. Atento sigo.

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    1. Todos los personajes de obras de terror/thriller adolecen del mismo problema: no han visto películas o leído libros de tal temática… salvo algunas honrosas excepciones como los chavales de «Scream».
      Y, claro, quien lo lee/ve dice: «¿Pero están tontos o qué?» y así les va.

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