La semilla (XI)

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caos
Despierta el caos.

CAPÍTULO TRES

–Voy a explicarte cómo funciona esto –dijo el secuestrador, situado a la espalda de Javier. Había pasado un tiempo que le pareció una eternidad, dormitando, despertando entre aullidos de dolor y temblando de miedo cada vez que escuchaba un ruido tras él. Quizá llevaba ahí, amarrado a esa espantosa silla, tres días. O cuatro. Había perdido por completo la noción del tiempo en ese sótano lúgubre y oscuro al que no llegaba luz del exterior.

Tampoco había sido alimentado con nada sólido, así que no podía medir el paso del tiempo con respecto a las comidas. La única concesión que se le concedía eran ocasionales tragos de un agua con gusto salobre y rancio, y sentía el cuerpo destrozado, arrastrado mucho más allá de los límites soportables.

–Necesito algo de ti para volver a contactar con la hembra –le decía con una voz molesta, y Javier mantuvo a duras penas sus ojos abiertos–. Por suerte para ti, no hace falta tanta materia como la primera vez. Una vez establecida la conexión, se hace más fácil.

El hombre de la máscara se puso frente a él, mostrando una jeringuilla de aspecto antiguo, con émbolo metálico y tubo de cristal. Empujó el émbolo hasta que estuvo completamente bajado.

–Con un poco de sangre, bastará.

Javier gritó un poco, más por miedo que por dolor, cuando la aguja se clavó en su brazo. El torturador sacó una pequeña cantidad, como había dicho, y se retiró de su campo de visión. La cabeza de Javier cayó sobre su pecho, derrengado como estaba.

–Voy a guardarla –dijo– para un poco más tarde. Creo que tendré que hablar con ella esta noche. No está siendo todo lo diligente que debería.

Tras dos días de dejarse los ojos mirando imágenes en la pantalla de sujetos que el software de reconocimiento facial avisaba de una posible coincidencia con los agentes Rebollo o Sanz, Ignacio empezaba a desesperarse. Una duda le empezaba a reconcomer: ¿Y si los agentes del CNI no estaban en la ciudad? Podía solicitar acceso, como miembro de la Policía Nacional, a las cámaras de otras localidades, pero supondría un trabajo costosísimo… por no hablar de los problemas burocráticos en los que se metería y no podría explicar al no haber ninguna causa para solicitar la petición de colaboración.

La desesperación de Lucía era palpable y no podía hacer nada por ayudarla. Cuando fuera a casa, más tarde, no sabía qué iba a decirle. El día anterior ella comentó algo sobre acercarse a la mismísima sede del CNI… lo cual era una locura, incluso llevando una placa que la identificaba como policía.

Y, por si las cosas no fueran ya complicadas, estaba el tema del enfado del comisario. Habían llegado hasta Ignacio las frases nada amables que dedicó al novato que estaba designado como escolta de Lucía, e imaginaba que Aguilar no tenía en esos momentos a la oficial como una de sus personas favoritas, habiendo burlando la vigilancia y mandando a paseo todos los protocolos de actuación a seguir en los casos de personas desaparecidas.

Aunque aún no le había salpicado nada a él, eso podía cambiar en cualquier momento.

Sorbió con ruido el fondo de su batido de piña y fresa, y siguió mirando las posibles coincidencias que el programa le mostraba.

Nada.

Mientras esperaba a que saltara el aviso de coincidencia, continuaba trabajando en su cometido habitual, vigilando alertas sobre prácticas violentas en la red, y marcó un par como potencialmente peligrosas. Sofocó una carcajada cuando leyó un tweet de alguien, quizá un adolescente, que hacía un chiste malo sobre culos y bombas y que había sido seleccionado por el filtro artificial, pasando a descartarlo de inmediato.

El reconocimiento facial volvió a mostrar un posible sujeto. Cambió la ventana de visualización y miró la imagen.

Tuvo que morderse con fuerza la lengua para no gritar de júbilo. ¡Por fin! Ahí, congelado en la imagen granulosa de una cámara de tráfico, se encontraba la cara, ratonil y desagradable, tal y como la había definido Lucía, del agente Rebollo.

Llamó de inmediato al móvil de Lucía sin despegar los ojos de la pantalla, comprobando, en el plano de cámaras urbanas, cuáles eran las adyacentes, para vigilarlas y seguir así al agente.

–¿Ignacio? –contestó ella–. ¿Sí?

–Buenas noticias –bajó la voz, dándose cuenta de que había empezado hablar demasiado alto–. Tengo a Rebollo. Se ha metido en una tienda.

Le dio la dirección y recibió las muestras de alegría de Lucía con una sonrisa. Se sentía satisfecho de haber logrado por fin algo que se le estaba empezando a antojar imposible, la cara convertida en una máscara de felicidad.

Lucía no perdió tiempo. Tan pronto como colgó, salió corriendo a la calle y prometió una jugosa propina al taxista si la llevaba al sitio indicado lo más rápido posible. Al conductor no le pareció hacer mucha gracia que le pidieran que condujera por encima del límite de velocidad, pero aceptó, pensando que el dinero extra merecía la pena arriesgarse.

Casi veinte minutos después, Lucía llegaba y llamaba a Ignacio, que le confirmó que Rebollo aún estaba en el interior del local.

Era este una tienda de fachada acristalada, con puerta de madera de roble, de estilo vintage, de esas que muy bien podían haber estado en una escombrera hasta que alguien había decidido restaurarla. El rótulo, un cartel de metal labrado que estaba fijado a la pared con un par de barras que lo proyectaban hacia la calle, rezaba con letras que pretendían transportar al lector al Medievo “Maison de la Magie”, y el dibujo de una palma abierta con un ojo en su interior aclaraba toda duda de lo que se vendía en su interior, por si los artefactos, ingenios y artilugios del escaparate, una plétora variada de calderos, barajas de tarot, libros new age y puñados de velas aromáticas, no fuera suficiente.

Lucía se preguntó qué demonios estaría haciendo Rebollo ahí. Se quedó al otro lado de la calle, sin saber muy bien qué iba a hacer ahora que había encontrado a uno de los agentes. Asaltarle y exigirle que le dijera qué habían hecho con el cadáver era una estupidez. No solo perdería su trabajo, sino que era posible que la acusaran y acabara en la cárcel si se topaba con un juez duro. Se mordisqueó una de las pocas uñas que tenía aún incólume, pues los días pasados habían pasado factura a sus nervios, y decidió esperar a que saliera. Seguiría al agente allá donde fuera y, con suerte…

Pero las horas pasaron y Lucía se aburrió como nunca en su vida. Rebollo no dejaba la tienda, e incluso llamó a Ignacio para que le asegurara que no había salido mientras llegaba. Era extraño, desde luego, pero la explicación, por más surrealista que le pareció en el momento, llegó cuando el sol empezaba a ocultarse tras las murallas acristaladas que eran los rascacielos de la ciudad.

Rebollo, vestido de manera informal, con tejanos y camiseta, estaba cerrando la puerta del negocio, como si fuera suyo.

No se lo podía creer.

Su mente comenzó a divagar: ¿Era una tapadera? No, pensar eso era fruto del visionado de muchas películas de espías. La explicación sería más sencilla. ¿Quizá se ocupaba de la tienda de un familiar? ¿De un amigo?

Ignacio se había comprometido a quedarse vigilando en la comisaría, con alguna excusa para que sus compañeros no sospechasen, y accedió a intentar seguir el rastro de Rebollo, por ver si podía averiguar su destino o, con suerte, su domicilio particular. A Ignacio tampoco le olía bien nada de lo que estaba pasando.

–Voy a entrar –decidió por fin la oficial.

–¿Cómo? –Ignacio creyó no haberla entendido bien.

–Voy a entrar en la tienda –repitió ella–. Sé lo que estoy diciendo, pero esto es muy raro. Tengo que ver qué pasa aquí, y creo que ahí dentro hay respuestas.

Ignacio la vio acercarse a la puerta del local en la cámara.

–¿Es que sabes abrir cerraduras? –preguntó–. ¿Y la alarma?

–No he visto que haya conectado nada –respondió ella–. Y abrir una puerta no puede ser muy difícil.

Ignacio bufó.

–¡Por lo menos espera a que anochezca, por amor de Dios!

Ella se paró, consciente de lo irreflexivo de su conducta, con una precipitación producida por la necesidad de rescatar a Javier.

–Tienes razón –dijo–. ¿Y si lo sigo?

–Hummm. –Ignacio consideró la cuestión–. Te puedo ir guiando por dónde va y, si desaparece de mis pantallas, queda en tus manos.

–Me parece bien –dijo, y salió tras Rebollo, que ya había avanzado bastante calle abajo.

Lo siguió a distancia, sin perderlo de vista pero no tan cerca como para que la detectase. Rebollo no se percató en absoluto, y parecía ir enfrascado en su mundo, andando con cierta ligereza, hasta que llegó a una casa de seis plantas no muy lejos de la tienda de ocultismo. Lucía dejó pasar unos pocos minutos y tocó un timbre al azar, sin obtener respuesta. Al segundo intento, una voz de mujer le preguntó quién era y ella, con total frescura, le dijo que era la vecina de abajo, que se había dejado las llaves y si podía abrirle, cosa que la mujer hizo.

Se dirigió a los buzones, pero, por desgracia, no había ningún Rebollo en las placas de los mismos. Se rascó la sien, confusa, volviendo a leer los letreros y obteniendo el mismo resultado, como era normal.

Se encogió de hombros. Por lo menos, sabía dónde vivía por si necesitaba acudir ahí, y se lo dijo a Ignacio que, por fin, pudo irse a casa, cansado y con los ojos enrojecidos.

Aunque le ofreció acudir al lugar para ayudarla, Lucía se negó. Ya había hecho bastante por ella. Ahora era su turno, y volvió a la Maison de la Magie.

A punto de cometer un delito, la oficial se paró frente a la puerta cuando ya casi era medianoche. Había cenado en un chino cercano, y dejó pasar el tiempo, aunque sin poder aguantar la impaciencia. Cuando consideró que el lugar estaba tranquilo, fue hacia la tienda.

Miró la cerradura, que parecía la normal de una casa, aunque ya no tenía su anterior confianza en poder forzarla. Pasó la lengua por el interior de los dientes y giró el pomo, más por hacer algo que otra cosa.

Por supuesto, no se movió.

Ignacio había consultado, mientras ella cenaba, un par de webs que explicaban cómo abrir una puerta, muy útiles tanto para cerrajeros como ladrones, y le había explicado a Lucía lo que decían. Tal y como lo contaban, parecía sencillísimo, pero a la hora de la verdad…

Cogió una tarjeta de crédito y la deslizó con cuidado, esperando no doblarla tanto con la operación que la dejase inservible. Tras unos intentos de forcejeo, empujones a la puerta, meneos a la tarjeta y miradas a un lado y otro de la calle por ver si había gente que la estuviese observando, tuvo suerte. Por lo visto, la cerradura era vieja, o de mala calidad, y pese a que Lucía era una completa novata en esas lides, consiguió abrir la puerta.

Un pequeño triunfo.

Accedió al interior con cuidado, despacio, lo más silenciosa que pudo, sin saber muy bien qué era lo que esperaba encontrar. Deslizó la mirada por los cachivaches amontonados en estantes y se dirigió al mostrador situado al fondo, una mesa de madera con la superficie acristalada sobre la que había un ordenador y un par de figuritas de dragones, de esas tan habituales en ese tipo de tiendas.

Se fijó entonces en un pesado cortinaje de color escarlata tras el mostrador. Imaginó que daría a la trastienda y lo corrió, produciendo un chirrido al rozar los enganches contra la barra metálica.

Comprendió por qué había resultado tan fácil abrir la puerta de la tienda: un grueso panel de acero cerraba el paso a donde, con toda seguridad, se encontraba lo más interesante del lugar, cuyo mecanismo de apertura era una cerradura electrónica con teclado numérico. Lucía se sintió derrotada nada más verla e hizo un gesto de fastidio; las combinaciones posibles eran muchísimas como para intentarlo siquiera.

Sin embargo, sabía que tenía que entrar ahí. Tras esa puerta, se encontraba la clave, lo que necesitaba para recuperar a Javier. Lo sentía en su corazón pero, por desgracia, no se le ocurría cómo acceder, y le pareció que un terrible peso caía sobre sus hombros, aplastándola. Tenía ganas de llorar de impotencia y rabia, y golpeó, con infantil futilidad, la superficie metálica varias veces, mascullando insultos.

Respiró hondo para calmarse y se giró hacia el ordenador. Si lo encendía y estaba protegido con contraseña, tiraría la toalla y se iría de la tienda. Aunque no le hiciera gracia, su única opción, entonces, sería la confrontación directa con Rebollo.

Acercó el dedo al botón de encendido, pero se quedó a medio camino y, por instinto, se agachó tras el mostrador. Antes siquiera de escuchar la puerta de la calle abriéndose, lo había intuido, y sus reflejos habían hecho el resto. Agazapada tras la mesa, apretó los labios y procuró respirar lo menos posible mientras, con sumo cuidado, abría el bolso para echar mano a su pistola.

Oyó pasos entrando en la tienda. Pensó que sería el dueño, que quizá había alguna alarma silenciosa que la había delatado, aunque de inmediato se preguntó por qué, de ser así, no había llegado la policía avisada por la empresa de seguridad.

Las suelas emitían un ruido de goma chirriando cada vez que el pie se doblaba. Lucía empezó a ponerse muy nerviosa. Pensó en su trabajo, en la cárcel, en su hijo… y, sobre todo, pensó en lo estúpida que había sido al allanar una propiedad, como si fuera una detective de película. Iba a pagar por una decisión muy, pero que muy equivocada, y decidió que, antes de empeorar las cosas, se levantaría y se entregaría. O intentaría hablar con quien fuera que estuviese ahí, acercándose hacia el mostrador a cada paso que daba.

–Salga, oficial –dijo, por fin, una voz que identificó como la del agente Rebollo, interrumpiendo el curso de sus pensamientos–. Hablemos.

¿Hablar? Lucía no se sintió para nada tranquila y decidió que, si tenía que usar la pistola, lo haría, dejando atrás las dudas que había tenido un momento antes. Se levantó despacio, asomando su torso tras el mostrador, pero extendiendo el arma, apuntando al hombre, que enseguida puso las manos en alto ladeando la cabeza. Llevaba la misma ropa que esa tarde, y se fijó en que, en su camiseta, había un dibujo similar al del cartel de la tienda, pero, en la palma abierta, en vez de un ojo había un pentágono cuyas puntas parecían arder, y, bajo ello, unos cuantos signos que le recordaron a las letras del alfabeto judío.

–Es curioso –dijo Rebollo, burlándose– que sea usted quien me esté amenazando. Una policía que entra en mi negocio, nada menos. Al comisario Aguilar le encantará escuchar esta historia.

–¿Sí? –Lucía pensaba a toda velocidad y decidió lanzar una hipótesis un tanto desesperada–. Quizá le guste saber también que usted se hizo pasar por un agente del CNI. Su delito es mayor que el mío, según lo veo.

Él enarcó una ceja e hizo un mohín, encogiendo los hombros.

–Parece que los dos somos unas buenas piezas. –Lucía se dio cuenta de que no negaba la acusación–. Propongo que hablemos tranquilamente de todo esto. Somos personas adultas, y seguro que llegamos a un acuerdo.

–¿Acuerdo? –La oficial levantó la voz más de lo que le hubiera gustado–. De eso nada, Rebollo, o como se llame. Yo voy a hacerle unas preguntas, usted me las va a contestar, y luego me iré de aquí. Eso es todo.

–Usted es quien tiene la pistola. –La sonrisa en su cara estaba poniéndola muy nerviosa–, así que usted manda, supongo.

–Supone bien –dijo tajante Lucía, haciendo un ademán indicando al suelo–. Siéntese en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la nuca.

–Una posición incómoda…

–¿¡Quiere hacerlo de una vez!?

Lucía estaba empezando a sentirse muy nerviosa, y no pudo evitar gritar. Había algo en ese tipo, la sensación que irradiaba, que le ponía los pelos de punta, y sintió, quizá por primera vez en su vida, que podría pegarle un tiro sin sentir ningún tipo de remordimientos. Se sentía muy agresiva, y ni siquiera se dio cuenta de estar aferrando con tal fuerza la empuñadura del arma que los nudillos se le habían puesto blancos.

Tampoco se dio cuenta que la puerta de la trastienda se abrió, sin un sonido.

Un golpe, fuerte, en la base del cráneo, y todo se volvió negro para ella.

¡Sigue leyendo!

la-semilla


36 respuestas a “La semilla (XI)

  1. Vaya, vaya… cuántos acontecimientos en una sola entrada!! Así que el tal Rebollo no es de la CNI y parece que Ignacio es buen tío, como yo apuntaba 😉 Me encanta cómo lo describes todo, poniendo en situación al lector. Genial!
    Dos cosas: después de la primera escena de las torturas, empiezas a hablar de Ignacio pero el cambio es demasiado brusco y no sabemos que se trata de Ignacio hasta bien entrado el párrafo. Yo te propondría que pusieras un «Mientras tanto Ignacio, tras…»
    Y en el párrafo después de «Un pequeño triunfo» hay un error tipográfico en ‘silenciosae’.
    Un abrazo, Lord! 😊

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    1. Es que la entrada era larga (el doble de lo normal), así que, si no hubiera pasado nada, tendría un problema a la hora de escribir 😀 (no, no me gustan los textos que se dedican a divagar y divagar sin decir nada)
      Tomo nota del error tipográfico y lo corrijo pero ya, muchas gracias 😉
      Vamos con Ignacio: parece que sí, que es majete y tenías razón. ¡Menos mal que alguien lo defendía! 🙂 . En cuanto a lo que apuntas, es cierto, pero el problema no ha sido culpa mía. ¡Lo juro! Lo que ha ocurrido es que, cuando paso el texto del word al borrador de WordPress, el espacio entre los dos párrafos que marca cambio de escena el WordPress se lo come. Suelo estar al tanto y añadirlo manualmente, pero esta vez se me ha pasado. Creo que, con introducir una línea de separación, la confusión no ha lugar, ¿te parece?

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      1. ¿Problema a la hora de escribir, tú? Jajaja 😂😂 ¿Es un chiste, no?
        Eso que dices que al pasarlo a wordpress no te respeta los interlineados y separaciones no te pasaría si usaras drive.
        Me parece perfecto lo de introducir una línea de separación 👌

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    1. ¡Qué va! Ni lo uno ni lo otro: Este texto lo escribí hace unos meses, como medio año ha, y lo único que estoy haciendo es revisar lo que voy a colgar en el día 😉
      El desenlace… aún falta un poco, me temo. Estamos casi, casi por la mitad de la novela 🙂

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  2. J….. no quería ser mal educada oder. A veces me dan ganas de no leerte, cada vez me quedo peor, leches. Ahora a ver quien le ha dado a Lucía el golpe. ¿ No será Ignacio? Siempre paras en el mejor momento. Oye, ¡Qué coraje! En fin quedo atontada hasta que sigas, así más o menos como Lucía. Se te da se lujo mantener el misterio, se nota que eres Lord, pero tenias que ser Lord Misterio jajaja, es broma, no te lo tomes a mal, pero sí, sí me j….. Besos a tu corazón, aunque no te lo mereces .

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