La semilla (XXII)

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El mercado, por Joaquín Sorolla.

A media mañana, llevaron a Ren y Lúa a casa de los padres de Lucía. Los recién casados habían logrado que se les añadiera el período vacacional anual al permiso por matrimonio e iban a disfrutar de un largo viaje por diferentes países de Europa, un periplo que les llevaría unas tres semanas, tiempo en el que los dos animales serían tratados a cuerpo de rey (y reina) en el pueblo.

El coche subió por una pequeña cuesta enfilando la calle que les llevaba a su destino, y pasaron frente a la puerta en la que había vivido su amiga de la infancia, Rosa. Una nube cruzó el rostro de Lucía al contemplar el caserón deshabitado, echado a perder, que contenía amarguras sin cuento entre sus paredes medio derrumbadas y apuntaladas por maderos carcomidos, de techo hundido que amenazaba ruina, hospedaje de gatos y cucarachas.

Tras ese fatídico día, la familia de Rosa, la pobre Rosa, dejó el pueblo para nunca más volver, desentendiéndose por completo del inmueble, al que venció el paso del tiempo, convirtiéndolo en un esqueleto ruinoso cuyo derribo siempre quedaba postergado por problemas presupuestarios del Concejo, al no poder ser ejecutado de forma subsidiaria.

–¿Estás bien? –le preguntó Javier mientras Ren ladraba a un paisano.

Lucía, aferrando el volante con fuerza, asintió, pero aceleró para dejar atrás lo antes posible la casa.

Su madre los recibió con la alegría de siempre. Abrazos y besos fueron coreados por saltos y meneos de rabo de los perros, que brincaban en torno de los tres. La algarabía atrajo al padre de Lucía, quien salió frotándose las manos manchadas de grasa en un mono de operario que había conocido tiempos mejores, ganándose la reprimenda de su mujer por no utilizar un trapo.

Los hicieron pasar al interior de la casa, fresco y acogedor, y pronto tuvieron frente a sí unos vasos llenos de vermú y platos de olivas y frutos secos para acompañar, viéndose obligados a tomarlo ante la insistencia de la señora de la casa.

–Yo solo medio vasito –dijo Lucía, poniendo la mano sobre el vaso para evitar que le echaran más–, que tengo que conducir.

–¡Pero, hija! –protestó su madre, y Lucía no pudo evitar sentir un gran afecto al ver su cara sonrosada y regordeta, siempre iluminada por una paz reflejada en sus ojillos amables– ¡Si hasta que os vayáis queda mucho!

–No tanto, no tanto –replicó–. El avión sale en tres horas, y hay que facturar el equipaje…

–¡Bah, bah! –La mujer se negó a aceptar las explicaciones–. Os lleva tu padre.

–Sí –terció él–, porque ¿dónde dejaréis el coche, eh?

–Tenemos que ir a casa primero –explicó Javier, palmoteando a Ren en la cabeza tras darle un cacahuete–, y cogeremos un taxi.

–Ah. –El padre de Lucía pareció satisfecho con la explicación.

Lucía miró hacia la pared frente a sí y sus ojos tropezaron con la multitud de fotografías familiares que inundaban las baldas y sonrió al pensar en esos tiempos pasados. Su madre había tenido la delicadeza de quitar todas aquellas en las que aparecía Fernando, y…

De pronto, descubrió un hueco entre ellas. Una zona en la que un marco cabía perfectamente, pero en la que no había nada. No tenía por qué resultar extraño, pero la visión de ese vacío casi le produjo náuseas.

–¿Qué foto había ahí? –se atrevió a preguntar, señalando con el dedo.

–¿Ahí? –preguntó su madre, girándose–. Ninguna, creo.

–No, tiene razón –intervino su padre, levantándose y yendo hacia la balda–. Aquí había algo, pero no recuerdo… Quizá fuera la de la bicicleta, ¿no crees?

–Sí, me parece que sí –coincidió su madre–. A lo mejor se me quedó por ahí el otro día, cuando las quité para limpiarlas.

Lucía enarcó una ceja. La habitación pareció dar vueltas y se sintió mareada, necesitando de improviso respirar aire fresco. Los perros la miraban con la cabeza ladeada, inquietos también.

–Tenemos que irnos –dijo, abrupta, levantándose tan de sopetón que casi tiró la mesa–. Ahora.

Javier la miró extrañado pero no dijo nada. Lo que era más raro todavía, su madre no puso trabas, y poco después estaban de nuevo montados en el coche, de camino a la ciudad.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó Javier, sacando la mano por la ventanilla para despedirse.

–Algo… algo no va bien –dijo ella–. No sé qué es, pero hay algo que no cuadra.

–¿No cuadra? ¿En qué?

–En todo. No lo sé, de verdad. Es algo raro, como si… como si ya hubiera vivido antes esto. Pero de otro modo.

–¿Un déjà vu? –inquirió él.

–No –respondió Lucía, temblando–. Es algo más siniestro, creo.


Habían sido unos días maravillosos, plagados de sitios y gente nueva, una gira turística que les hizo recorrer sitios fascinantes e inolvidables, aunque también otros se mostraron como decepcionantes al no casar la imagen mental que de ellos se tenía con la realidad. En conjunto, una experiencia fascinante. Cara, pero fascinante.

Sí que era cierto que habían echado muchísimo de menos a sus dos perrillos, y verlos en los vídeos que les mandaba al móvil su madre era un pobre sucedáneo, pues el cariño que sentían por ellos era enorme. Por eso mismo, sin cambiarse siquiera, sin deshacer las maletas, Lucía y Javier subieron al coche y recorrieron el camino al pueblo lo más rápido que pudieron.

Por desgracia, nada resultó como esperaban.

No hubo abrazos ni besos de su madre. No hubo brincos ni lametones de Ren y Lúa. No hubo felicidad por el reencuentro tras ese tiempo.

No lo hubo, porque el horror se había abatido sobre el pueblo.

Habían oído las sirenas creciendo en intensidad conforme se acercaban y, al bajar del coche, parecía que no hubiera otro sonido que el de ellas, una cacofonía que inundaba el ambiente con sus estridentes alaridos y provocaba el aullido de innumerables perros por todo el pueblo. Javier señaló una gruesa columna de humo que se elevaba hacia el cielo despejado de primavera.

–¿Fuego? –preguntó.

Lucía sacó el móvil y consultó el servicio de alerta de noticias. Coincidía con Javier en que quizá se hubiera declarado un incendio y que el pueblo tenía que ser desalojado, pero no leyó nada. Miró el periódico local, sin obtener resultado tampoco, y empezó a sentir una comezón en el interior. Extrañada y temerosa, aunque sin saber la causa, la sensación se incrementó cuando descubrieron que sus padres no estaban en casa.

Movida por pura intuición, salió corriendo en dirección a la columna de humo negruzco, que seguía ascendiendo sin pausa, tremolando al recibir los embates de un fuerte viento que había comenzado a soplar procedente de la sierra.

El origen se encontraba en la plaza central, junto al edificio del ayuntamiento, en el que se montaba el mercado semanal todos los domingos de primavera y verano. La cercanía de la gran ciudad en la que vivían y trabajaban Lucía y Javier hacía que una nutrida cantidad de gente acudiera a comprar productos a los agricultores locales. Muchos de ellos repetían la visita, satisfechos con la calidad y el precio, y el buen tiempo había hecho que los asistentes fueran casi un millar de personas.

En medio de ese abigarrado montón de gente, había estallado la bomba, de tal potencia que destrozó parte de los muros de los edificios circundantes, convirtiendo a los asistentes al mercado en un amasijo de carne destrozada, la sangre derramada en grandes charcos y las entrañas desperdigadas sobre los puestos de los tenderos en una horrorosa mezcolanza bañada en carmesí.

Unidades de la Guardia Civil, del Servicio de Urgencias, sanitarios y personal de Bomberos hacían lo que podían por intentar llevar un poco de orden al escenario de pesadilla, y un agente, con el rostro descompuesto ante la carnicería, cerró el paso a Lucía.

–No se puede pasar, señora –dijo, abriendo los brazos para evitar que siguiera adelante.

–¿Qué ha pasado? –preguntó poniéndose de puntillas para echar un vistazo a lo que pasaba tras el agente.

–Una bomba, señora –respondió él–. Vuelva a su casa, por favor.

–¿Una bomba? ¿Aquí? –inquirió con incredulidad. No tenía sentido que un ataque terrorista tuviera lugar en un pueblo como ese, pequeño y pacífico. Como policía, sabía que en las mentes terroristas, por retorcidas que fueran, había una lógica a la hora de realizar sus actos de muerte, y si bien podía ser que hubiera sido el mero hecho de matar por matar, no parecía muy normal elegir ese blanco.

–Me temo que sí, señora. Por favor, vuelva a casa –insistió.

Javier estaba a su lado, demudado ante lo que veía, y cogió la mano de su esposa.

–Somos policías –dijo con voz temblorosa–. ¿Podemos ayudar?

El guardia civil los miró enarcando una ceja.

–¿Están de vacaciones? –aventuró, y sin darles tiempo a responder, continuó–: Se agradece, pero está todo controlado. Permanezcan atentos a los boletines y contacten con sus superiores, por si hiciera falta algo.

Lo dijo con el tono de quien da por terminada una conversación, y Lucía entendió que era mejor que dieran media vuelta, aunque antes lanzó otra mirada al infierno en que se había convertido la bonita plaza empedrada.

Los ojos se le desencajaron y abrió la boca en un grito mudo al ver que un par de sanitarios metían el cuerpo lacerado de su madre en una bolsa de plástico negro. Para cadáveres.

Sus ojos se deslizaron lentamente hacia el muerto más cercano. Su padre, cuya cabeza había sido atravesada por una gruesa esquirla de metal que le había entrado por el ojo, yacía en el suelo aún sujetando las correas de Ren y Lúa, destrozados y ensangrentados, unidos los tres en una muerte fatídica que les había alcanzado sin merecerla lo más mínimo.

El impacto fue terrible, y lo sintió como un mazazo en la cabeza, comenzando a marearse con tal violencia que cayó de rodillas. Su respiración se agitó y el corazón amenazó con salírsele del pecho; le pareció que el mundo se esfumaba por completo, que solo había muerte y sangre rodeándola.

Todo. Había perdido todo lo que le importaba en su vida. La certeza de ese pensamiento la dominó y paralizó por completo, incapaz de hacer otra cosa que emitir unos patéticos gañidos que le surgían de la garganta. Su amiga. Su hijo. Sus padres. Sus perros. Y supo que Javier sería el siguiente. También lo perdería a él.

Notó un puño cerrándose en torno a su corazón, estrujándolo con salvajismo, y decidió rendirse, dejarse llevar. Era mejor terminar con todo, fundirse en la noche eterna y dejar de sufrir. Era mejor que contemplar la muerte de todos aquellos que le importaban.

Era mejor morir una misma.

¡Sigue leyendo!

la-semilla


21 respuestas a “La semilla (XXII)

  1. Que suceso más amargo y que vida la de Lucía. Realmente una mujer muy sensitiva, que intuía el peligro, lo veía antes incluso de suceder. Después de ir siguiendo esta obra tuya, amigo, la verdad que viene genial conocer la personalidad de los protagonistas y los sucesos que acompañaron a todo lo que después acontece. Te felicito amigo. Besos a tu alma.

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  2. Leído y gozado como ameritas, pese a ello, te sugiero que en el párrafo 9º en lugar de «–¡Pero hija!…» incluyas una coma para separar el vocativo.

    En el 14º aparece otro de los errores reiterados: «–Ah –el padre de Lucía…», mejor «–Ah. –El padre de Lucía…».

    En el 17º se repite en «–¿Qué foto había ahí? –se atrevió a preguntar, señalando con el dedo», por lo que te expliqué y adjunté en el correo y en el 22, tras el salto temporal «–¿Están de vacaciones? –aventuró y,…», por lo mismo.

    Saludos

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    1. Vamos al tajo:
      -La coma, correcto. Se me suele pasar con el puñetero vocativo 😀
      -Lo del padre de Lucía, cierto. Mayúscula y punto para corregir
      Con el resto de cuestiones sobre los incisos del narrador, no estamos de acuerdo ;). Ya te he contestado el correo. En cuanto a aventurar, es un verbo de habla…
      ¡Saludos!

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  3. Guauuuuuuu! (Y no soy un perro) Me dejas sin palabras. ¿De verdad todo eso le pasó? ¿No será una muestra de lo que le puede pasar si no colabora con el de la máscara? ¿una especie de aviso? Deseando estoy de ver donde me llevas.
    Por cierto, hay un párrafo donde no me suena bien una frase:
    «Javier la miró extrañado pero no dijo nada. Todavía más curioso, su madre no puso trabas, (…)»
    Creo que no se entiende si es que Javier todavía está mas curioso o que el hecho de que su madre no ponga trabas resultaba curioso.
    No sé si me he explicado bien, jajjaa
    Besos!

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    1. Ya lo verás, ya lo verás. Aunque creo que ya lo he dicho: no son flashbacks en realidad. En la siguiente entrada (y creo que última), se aclara la cuestión. Aunque he de decir que no te has ido muy lejos, Sherlocka Holmes (joer, qué mal queda la «feminización» del nombre…)
      Cierto. Te explicas perfectamente. La frase es rara, rara, rara. Curioso y más curioso, que diría Alicia. La voy a cambiar: «Lo que era más raro todavía, su madre no puso trabas»
      ¡Besos de vuelta!

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  4. ¡Sin palabras! Es curioso qué va a pasar después de todo eso. Estoy segura que tienes soluciones lógicas, aunque de momento me parece que Lucía ahora no tiene nada para qué vivir más y cuanto más colaborar con este tipo de la máscara. Si él quiso tener una «palanca de mando» de Lúcía, la perdió con ese masacre (por lo menos hasta que Lucía piensa que su hijo no está vivo). Espero que la siguiente parte no tardara de aparecer. 🙂 ¡Saludos, Luis!

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    1. Todo se aclarará en breves. Espero que se aclare. Tengo algo de «miedín» por no haber sido lo suficientemente claro al escribirlo, así que ya hablaremos cuando cuelgue la próxima (y creo que última entrada). Mientras, recordad: no es un auténtico flashback.
      ¡Saludos! 🙂

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