De vuelta a la brecha

En efecto, tal y como prometí (o amenacé, según se mire…), ya he vuelto. Ha sido un mes y pico frenético, en el que he estado muy ocupado con cosas que no tienen nada que ver con lo literario y en el que los respiros han sido más bien pocos… Pero aquí estoy de nuevo, con pilas cargadas y dispuesto a seguir colgando entradas de aquello que me pasa por la mente. Como dije, tengo muchas historias en el tintero que esperan a ser contadas, así que no creáis que os libraréis de mí tan fácilmente.

Ni de casualidad.

Y, para retomar las buenas costumbres (por cierto y al hilo, hoy he podido de nuevo ponerme a escribir ficción tras el paréntesis y se nota el óxido en los dedos al teclear, confío en desentumecerme en breves. Si alguien se lo pregunta, lo que he escrito forma parte de la segunda aventura de Lucía Utrilla, la protagonista de “La semilla”), nada mejor que, aparte de anunciar que retomo la tarea con la intención de seguir haciéndoos pasar unos ratos agradables, colgar un fragmento de la segunda parte de “La sombra dorada”

Su título, como alguna vez he comentado, es “Resurge la plata”, y este fragmento tiene lugar en el primer capítulo; no vayáis a creer que destripo mucho. La novela va viento en popa gracias a la ayuda de mis muy estimados lectores cero, quienes me han ayudado con su tiempo y buen hacer a pulir el texto (aún sigo puliendo, pero todo va según el calendario y la novela estará publicada, si una catástrofe no lo impide, en diciembre; de hecho, este fragmento es del primer manuscrito, así que es diferente al resultado que tendrá al final). Vaya mi agradecimiento eterno para ellos.

Como decía, aquí va un fragmento. ¡Que lo disfrutéis!

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Lo sé. Es cierto. Es la ilustración de «La sombra dorada». Eso sí: Jonay ya tiene la ilustración de «Resurge la plata»… y es magnífica. ¡Ya la veréis!

RESURGE LA PLATA – ADELANTO

[La escena tiene lugar en la Refulgente, la embarcación que transporta a los Hijos de la Plata que conocimos en «La sombra dorada»]

—¡Ballenas, Temma! —gritó él, emocionado, dando saltos—. ¡Ballenas!

Temma se acercó suspirando, metiendo las conchas en su saquito, y se puso a su lado. Como imaginaba, no veía nada. O se las estaba imaginando, o estaban muy lejos, solo visibles para él gracias a sus aptitudes.

—¿Te gustan, eh? —le preguntó, dándole un amistoso codazo en el costado. Anfalón había descubierto a las imponentes criaturas una semana atrás y, desde entonces, no deseaba otra cosa que volverlas a ver.

—Son magníficas —dijo, asintiendo con energía.

Los dos niños fijaron la vista a lo lejos ante la sonrisa del hombre. El marino ya llevaba demasiados años de agua, sal y viento a sus espaldas como para maravillarse de lo que el mar podía ofrecer. Hacía mucho tiempo que no descubría ninguna novedad y dudaba que viera ninguna en lo que le quedaba de vida.

Volvió a dar unas puntadas enérgicas en la red de cáñamo.

—¿Las ves? —inquirió Anfalón unos minutos después, impaciente, deseando que Temma también las viera.

Ella comenzó a negar con la cabeza, pero, de súbito, un enorme chorro de agua salió expulsado hacia el cielo, a no más de un cuarto de milla al sur. Anfalón gritó, extasiado, y Temma palmeó, viendo con deleite que una enorme masa grisácea sacaba la mitad de su corpachón por encima de la superficie del agua, arremolinándola en torno suyo. Instantes después, otros dos gigantescos animales hicieron lo mismo, y Temma dijo, con los ojos brillantes:

—¡Se acercan! ¡Vienen hacia aquí!

Eso hizo que el marino levantara los ojos y se asomara por la borda. Contempló el espectáculo, pero no participó de la alegría de los niños y, con voz grave, casi trémula, masculló tras tragar saliva:

—Eso no son ballenas.

Temma lo miró enarcando una ceja graciosamente.

—Por supuesto que sí —replicó.

—¡Se mueven demasiado rápido! —gritó el marinero, sin hacer caso a la niña—. ¡No son ballenas! ¡Alarma, capitán! ¡Alarma!

Los gritos hicieron que todos aquellos que estaban en cubierta se giraran para identificar el origen de la confusión. Anfalón, que no había quitado ojo de lo que se acercaba, se mordió el carrillo por el interior hasta hacerse sangre, con los ojos muy abiertos.

—Tiene razón —dijo, sacudiendo la manga de Temma—. Tiene razón.

—¿Os habéis vuelto todos locos? —preguntó la niña, justo cuando una de las criaturas, la primera que habían visto, daba un gigantesco salto que catapultó su enorme cuerpo por encima del agua… y continuó en el aire, en línea recta hacia la Refulgente.

Ahora veían que un peligro se cernía sobre ellos. Lo que habían tomado por una ballena era un ser de un tamaño similar al de los ejemplares más grandes, pero su cuerpo era verdoso, y numerosos boquetes en su superficie permitían ver el interior de la carcasa. La parte frontal, allí donde debería estar la cabeza, era una masa informe, bulbosa, como si un gigantesco mazo hubiera aplastado esa zona hasta hacerla irreconocible, y un par de alas que parecían compuestas por escamas de reptil surgían de la parte superior del torso; el ser las batía con lentitud, provocando corrientes de aire que azotaban la nave y arrastrando el hedor que desprendía, que llegó hasta el barco. Muchos no pudieron soportarlo, vomitando casi hasta ahogarse.

Tras esa primera monstruosidad, otras dos surgieron del agua. Todas ellas refulgían con un leve tono dorado.

—¡Capitán! —gritaba alguien, con un deje de histerismo— ¿Qué hacemos?

Chiuso estaba en proa, mirando boquiabierto la montaña de carne que se les venía encima, y dudaba mucho que la Refulgente pudiera soportar una embestida de uno de esos gigantes, pero no sabía qué ordenes dar. El barco era un transporte pequeño, de exploración y mercadeo, y carecía de cualquier medida defensiva. Pensó que era un triste final a su carrera, en las frías aguas del norte, y que su misión de llevar a los Doce de la Pata al continente había fracasado, terminando antes siquiera de empezar.

—¿Qué haces? —oyó, entre los gritos, a Temma. La grumete corría tras Anfalón, el único joven que no había desembarcado, y que estaba empezando a subir por las toscas cuñas que permitían ascender a lo alto del trinquete.

Como dragones surgidos de los cuentos, los tres titanes sobrevolaron la nave, ridículamente pequeña en comparación, trazando círculos en torno a ella, observando su presa. Una se lanzó en línea recta y Chiuso cerró los ojos, creyendo que había llegado el fin. Se lanzaría contra la cubierta y la Refulgente se partiría en dos, reposando para siempre en el fondo del mar…

Unos alaridos estremecedores le hicieron abrir los ojos y contemplar la escena, todavía peor de lo que había imaginado. El monstruo se encontraba inmóvil en el aire, batiendo con fuerza sus alas para mantenerse, y de su cuerpo habían surgido una serie de tentáculos, unos apéndices filiformes con ventosas como las de los pulpos, que azotaban la madera del barco y golpeaban aquí y allá, y cuando encontraban una presa, la cogían aferrándola con fuerza y la elevaban en el aire. Los pobres desgraciados se desgañitaban, golpeaban inútilmente la blanda carnosidad que les retenía y les aplastaba. Chiuso vio que a uno de ellos la cabeza le colgó, flácida, al ser estrujado hasta la muerte. Otro fue lanzado hacia arriba en un arco ascendente hasta que comenzó a descender, cayendo con un estrépito de huesos quebrados contra la cubierta, convertido en una masa de sangre y entrañas desparramadas. A duras penas, se agachó para esquivar uno de los tentáculos, que golpeó la borda arrancando un buen trozo de madera.

Entonces, Anfalón, que había alcanzado la parte superior del mástil, gritó:

—¡Monstruo!

La criatura cesó por un instante en su orgía de destrucción y los tentáculos dejaron de castigar al barco y la tripulación, centrando toda su atención en el chico. El tiempo pareció detenerse y Anfalón, sin decir nada, adelantó su mano derecha convertida en un puño.

Maravillado, el capitán vio que el puño del muchacho parecía convertirse en una llama, un fuego deslumbrante que surgía de su interior y que cruzó la distancia que lo separaba de la criatura con forma de lanza de luz. Los ojos le dolieron al contemplar un brillo escarlata de tal magnitud, debiendo apartar la vista y, cuando volvió de nuevo su cabeza hacia la criatura, vio que había sido atravesada de parte a parte y que caía hacia el mar, donde cayó levantando un enorme chorro de agua.


16 respuestas a “De vuelta a la brecha

  1. Holaaa! Bienvenido Lord, se te extrañaba.
    Madre mía no doy abasto con vosotros, voy a leer la primera ahora, y empezaré la segunda cuando termine dos que tengo enmedio, me gusta leeros a todos los que sois de mi circulo cercano bloguero, a unos más que a otros eso también es verdad, ajaja.
    Besazos .

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  2. Emocionante relato Milord, creo que merece ese repaso de los amanuenses que vuecencia promete. Un abrazo.
    Ya consideraba darle por perdido desde que se conoció que encontró el tesoro de Chindasvinto oculto en un profundo pozo de Los Monegros. Regresa pues más rico vuesa merced enhorabuena. Aquí seguimos más secos que la mojama.

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    1. 😀 😀 😀 😀
      No, no, simplemente me tomé un pequeño asueto, que tenía otras cosas que hacer y que requerían de toda mi energía. Así que, hale, a colgar cosas que voy con (espero) la regularidad previa 😉

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