NO ES UNA CONFESIÓN

Las débiles llamas bailoteaban mecidas por el viento que se filtraba entre las grietas de los muros. Su luz arrancaba destellos brillantes de las paredes forradas con pan de oro y parecía animar las figuras que vigilaban el interior de la iglesia desde que, siglos atrás, un artesano de mano firme las había pintado. El lugar, una única nave partida por una fila de gruesas columnas, se llenaba con las recias voces del coro de monjes; estos interpretaban una pieza hermosa y triste, de ritmo lento, casi machacón, que movía a la introspección.
Sentado en el último banco, un hombre parecía llorar. Tal impresión era producida por los espasmos que sacudían su ancha espalda y por las manos con las que cubría su rostro, como si le diera vergüenza que le vieran sumido en el llanto. Vestía una capa de cuero marrón que había visto mejores tiempos, y se arrebujaba en ella de tal modo que apenas dejaba ver el extremo de unos pantalones y botas de montar. Su pelo, negro, ensortijado, estaba sucio y enmarañado, y un observador atento incluso podría ver que había ramitas y hojas entre los rizos negros.
Uno de los religiosos que asistían el oficio se acercó a él y, tras dudar un momento, se sentó junto al hombre.
—¿Estás bien, hijo mío? —le preguntó.
El hombre apartó con lentitud las manos de su cara y el otro pudo ver que, en efecto, había estado llorando. La faz, contraída en un rictus de amargura, habría sido hermosa de no ser por los churretones que la recorrían, y los labios, carnosos pero no en exceso, apenas se abrieron cuando respondió.
—No, padre. No lo estoy.
Al sacerdote le recordó el siseo de una serpiente, pero, sacudiendo la cabeza para eliminar tal impresión, colocó una mano con suavidad en su hombro.
—Todo tiene arreglo, hijo mío.
—No todo —replicó el hombre con un brillo de acero en los ojos—. Hay cosas que no pueden lavarse. Como… esto…
Movió las manos frente al sacerdote y este vio, con espanto, que estaban tintas en sangre. Se daba cuenta entonces de que había, junto a los pies del desconocido, un pequeño charco escarlata. Tras lanzar una exclamación de sorpresa, dijo:
—¡Por el amor de Dios! ¿Estás herido?
—Sí. —Aunque contestó con una afirmación, meneó la cabeza negándolo y continuó—: No. No es mi sangre.
—Entonces…, ¿es de…?
—Sí, es de otra persona. —Con un crujido de cuero, el hombre deslizó la manga que cubría su antebrazo derecho, mostrando una profunda incisión en su carne, de la que manaba el líquido vital—. De otra persona —repitió.
El sacerdote se echó las manos a la boca, asustado, el rostro como la cal, e iba a levantarse, pero el desconocido se lo impidió agarrándolo con fuerza. Se sintió atenazado, como atrapado en un cepo para osos, y fue incapaz de apartar la vista de los ojos del hombre. Veía en ellos, en las pupilas verdosas, unas llamas titilantes, como si captaran la danza de las velas cercanas.
Entonces, sintió un profundo dolor en el brazo.
El religioso miró al tiempo que el otro esbozaba una sonrisa. Con horror, se dio cuenta de que su carne se estaba abriendo como si estuvieran rajándola con un cuchillo. Iba a gritar, pero el hombre se lo impidió poniéndole la mano en la boca. Las fuerzas se empezaban a escapar de su cuerpo y sentía que el desvanecimiento estaba a punto de llegar —y, con él, el olvido del sueño eterno—, pero aún tuvo tiempo de fijarse en el brazo del desconocido.
Se estaba cerrando y de la herida ya no manaba sangre.
El religioso murió lanzando un último suspiro e invocando a su madre en un susurro.
El hombre de la capa se levantó y, lanzando un último vistazo al cadáver, dijo:
—Descanse en paz, padre, y no me guarde rencor. Solo es otro contrato cumplido.
¡Vaya!, no sé por qué me da que este ameno relato podría ser tan solo un fragmento de otra novela…
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Bueno, siempre que escribo relatillos de corta extensión, intento, en efecto, darle el suficiente trasfondo como para que pudieran ser extendidos… aunque no entre en mis planes nunca ello. ¡Me alegra que te haya gustado!
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¿Quizás la segunda parte de La sombra dorada?
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Eso, querido amigo, en diciembre 😉
¡Gracias por pasarte!
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Brutal, escalofriante, tremebundo.
«Al sacerdote le recordó el siseo de una serpiente» ya da una primera pista que te obliga a seguir leyendo.
Me ha encantado.
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Me alegra haberte producido escalofríos 😀
Es corto, pero es una muestra de cómo escribo: al principio, tenía solo la imagen de las velas y las paredes con pan de oro… sin saber qué había más allá. Abrí el encuadre y salió esto 😉
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Magistral. Equilibrado, intenso, sugerente y estremecedor. Muy bien escogidas las palabras, las descripciones en su medida justa, la tensión in crescendo…
¿Qué más te puedo decir? Pues que no me sorprende: Vales mucho.
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Gracias, Israel… Me sacas los colores 🙂
Como siempre, un placer que os guste, mi máxima recompensa.
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¡Muchas gracias por el reblogueo!
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Excelente reentrada Milord, justa la sangre y la descripción exacta. Nihil obstat. Un abrazo.
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¡Gracias, Carlos! Para la próxima meteré algo más de vísceras, que sé que las estás deseando 😀 😀 😀
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Engancha, como siempre. Para mí eso lo dice todo.
Enhorabuena, Lord!
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¡Gracias, Sadire! Me alegra que este pequeño fragmento te haya gustado 😉
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Hola Luis, siempre es un placer leerte. Muy intenso, me gusta. Me he quedado …como que me gustaría seguirlo ¿tienes previsto continuarlo?
Un abrazo ¡
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Gracias, Francisco! El placer es mío al leer que os gusta 😉
No, no hay previsión de continuarlo. Estos relatos cortos son simplemente escenas, dibujos que, en efecto, podrían ser continuados al «adivinarse» un contexto, un trasfondo, pero no. Son pequeños textos sin más trascendencia 😉
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😊😊
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Hola, estaría bien que constara el nombre del autor de la pintura que ilustra el artículo, mi nombre es Ernest Descals y soy su autor, gracias y saludos.
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Perdona, tienes muchísima razón. Suelo poner el lugar de donde he sacado las imágenes para ilustrar el blog, pero, en este caso, se me ha olvidado. Lo corrijo inmediatamente.
De nuevo, perdona, y un saludo (y un gran aplauso por esa pintura, que, en cuanto la vi en una búsqueda de imágenes, me encantó).
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Gracias y saludos.
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