Sacrificio para el Gran Jarrub

SACRIFICIO PARA EL GRAN JARRUB659247a3177710d44ded221b64585f12.jpg

Me fijé en la pasajera que estaba frente a mí. Estaba apoyada contra la pared del traqueteante tranvía, en el sitio opuesto al que yo ocupaba. Ambos viajábamos de pie, sujetándonos a las barras de seguridad con una mano. La que teníamos libre la ocupábamos en cosas diferentes: ella sujetaba una bolsa de aperitivos, de esos que te dejan los dedos pringosos y rojizos; yo, jugueteaba con las llaves en el bolsillo de mi pantalón.

Era alta, muy alta. De inmediato me vino a la cabeza que podía tratarse de una jugadora de baloncesto, y con disimulo, intrigado, le eché un vistazo. Unos zapatos grandes, negros, seguidos por un pantalón de tela suave, también oscuro. Cubría el torso con una blusa blanca sin botones y una chaqueta de punto, lo que le daba un aspecto severo y adusto, impresión confirmada por un rostro de facciones angulosas remarcadas por un pelo castaño recogido en coleta, una coleta alta y tirante.

El tranvía se detuvo en la parada prevista, aquella en la que más gente subía por ser el punto central de la ciudad en el que convergían los trabajadores de las múltiples entidades prestatarias existentes, los jóvenes estudiantes de los colegios especializados en las ramas del saber o personas que buscaban las múltiples diversiones que los cabarets, teatros y music-halls podían ofrecer.

Era, sigue siendo, la ciudad más grande y poderosa de todo el Protectorado, y las almas que viven en ella se cuentan por millones.

Unas seiscientas viajábamos, en ese momento, en el rápido mecanismo de transporte que era el tranvía. Inaugurado hacía un lustro, unía con sus varias líneas todos los puntos importantes de la ciudad, permitiendo a sus habitantes desplazarse sin excesiva pérdida de tiempo, pese a las enormes distancias existentes.

Mi acción, en nombre del Gran Jarrub —que el Espacio Infinito lo tenga siempre en su gloria—, haría ver a los orgullosos dirigentes que sus pecaminosas vidas, henchidas de soberbia, no son otra cosa que una insignificante mota en el desierto del tiempo.

Entoné para mí el salmo número doce, aquel que los mártires de Jarrub entonan antes de inmolar sus vidas a mayor gloria de Él; por supuesto, ningún sonido surgió de mis labios, dado que el Protectorado, altivo como nada en el mundo, había prohibido cualquier manifestación de fe tras la guerra que condujo al ascenso de este mundo impío y alejado de las leyes de Jarrub, el Misericordioso. Pero nada impedía que mi mente se refugiara en esas hermosas palabras de amor por Él y de muerte entregada con gusto.

Nos acercábamos al punto en el que detonaría el potente explosivo que portaba conmigo, bajo el abrigo. Había sido hecho por los resistentes que, acosados como perros, vivían en los márgenes del Protectorado, en la tupida red de cuevas existente, e introducido en la ciudad gracias a nuestro eficaz sistema de contrabando. Éramos muchos más de lo que los dirigentes del Protectorado pensaban, y esta acción sería…

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por un movimiento de la mujer alta. En menos de lo que dura un parpadeo, me fijé en que se había envarado, aumentando todavía más su estatura, y que fijaba sus grandes ojos en mí, sin parpadear. ¿Por qué me miraba? ¿Acaso había, sin querer, cantado en voz alta el salmo? ¿Podría haber sido tan estúpido como para cometer un fallo así? ¿Estaría pensando en llamar a la autoridad para que me detuvieran?

En ese caso, tenía que hacer estallar…

No.

Me calmé. Respiré hondo y solté el aire poco a poco, vaciando mi mente de todo pensamiento. Aún faltaban un poco para llegar al punto en el que tenía que hacer explotar la bomba y la mujer quizá estaba mirando más allá de mí, a un lugar que se encontraba a mi espalda y que veía a través de las ventanas del tranvía. Sería eso. Me tranquilicé y me centré en mi misión. Nada podría impedir el sacrificio de sangre que tendría lugar para honrar al Gran Jarrub.

—¡Selk untar mag-glittar!

El grito de la mujer alta, en el antiguo idioma del pueblo arcanoi me paralizó por completo. De forma literal. No podía mover un músculo e incluso el mero acto de respirar necesitaba de toda mi fuerza de voluntad. La gente se volvió asustada hacia la mujer alta, que, sonriendo triunfal, recorrió la pequeña distancia que nos separaba y me dijo con voz suave:

—No matarás hoy a nadie, jarrubita. Te espera una larga temporada en las mazmorras del Protectorado.


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