En mares ignotos

EN MARES IGNOTOSdrakony-fentezi-korabli-voda-80.jpg

—No se ve otra cosa que mar, señor. Solo el puto mar.

El vigía lanzó un escupitajo tras emitir su queja. El salivazo trazó una graciosa parábola antes de caer, atrapado por la gravedad, hacia cubierta; no alcanzó a uno de los tripulantes por muy poco, y el capitán se permitió una sonrisa en la que, sin embargo, se traslucía su inquietud.

El barco estaba al borde del motín, y las quejas habían pasado de ser meros rezongos a miradas hostiles, desafiantes, cada vez que salía del castillo de popa. Desde hacía tres días, procuraba que todos vieran que, de su tahalí, colgaba el sable con el que mantendría la disciplina si hiciera falta.

Confiando —de manera absurda— en que su mera presencia en la cofa haría aparecer la tierra que buscaban y que supondría el éxito de su empresa, había subido por el palo mayor y sorprendido al joven granuja que pasaba horas y horas ahí arriba.

—Sí, solo el puto mar —repitió el capitán, suspirando.

El mar océano, el enorme mar océano que se extendía leguas y leguas sin cuento hacia donde el Sol se pone, seguía siendo un monstruo que devoraba cuantas naves se atrevían a desafiarle. Eran incontables los reinos que habían lanzado expediciones en busca de las tierras occidentales que, según se decía, contenían riquezas como para dejar pasmado a Zaso, el mítico rey cuyo palacio estaba hecho de oro macizo. Y, por eso, eran incontables los barcos y tripulantes que se habían perdido, zarpando de los puertos de origen para nunca más volver.

El capitán creía que tendría suerte. Había convencido a una poderosa pareja de monarcas —jóvenes ambos, escucharon con atención los cálculos geográficos que les desgranó—, consiguió un barco equipado con las más modernas técnicas de navegación, y se lanzó a la aventura con una tropa de marinos experimentados.

Por desgracia, tras semanas de viaje, no había ni rastro de tierra. Un infinito paisaje de azul verdoso que se mezclaba, en el horizonte, con el celeste del firmamento los rodeaba, y las provisiones comenzaban a escasear, pese al riguroso racionamiento, habiendo calculado el intendente que, en cosa de una semana, tendrían que empezar a aligerar el número de bocas. Eufemismo para decir que habría que echar a algunos hombres por la borda.

El capitán se había pasado de listo. O de audaz. Creyó ser el nuevo Melero, el héroe de siglos pasados, que, tras una cruel guerra, navegó más allá de las costas de Telénida, el continente hundido. Resultaba que no era otra cosa que un tahúr que había lanzado los dados creyendo conseguir una buena tirada… y le habían salido los ojos de serpiente. No, no era Melero.

—¡Señor! —El vigía le sacudió el brazo para que le hiciera caso, pues, ensimismado en sus recuerdos como estaba, no lo había escuchado la primera vez.

—¿Qué ocurre?

—Mire ahí, señor. —Señaló hacia el oeste, hacia donde apuntaba la proa del barco. Mucho más allá, a una considerable distancia, se veía una mota en el cielo—. ¿Qué es eso?

Con ojos húmedos por la emoción, el capitán comenzó a desplegar su catalejo. No era una nube, pues avanzaba contra el viento que hinchaba las velas del barco, con lo que solo quedaba una posible respuesta: era una bandada de pájaros, lo que implicaba que la tierra de la que provenían no estaba lejos.

Sin embargo, cuando miró por el catalejo, la sonrisa se le congeló en el rostro.

—No puede ser… —dijo con voz temblorosa.

—¿Qué ocurre, señor? —El vigía, intuyendo que algo malo pasaba, cambiaba el peso de una pierna a otra, inquieto.

—Es… es imposible.

No lo era. La mancha en la lejanía avanzaba a gran rapidez, y pronto no hizo falta ningún instrumento óptico para ver que lo que se acercaba era una criatura temible, grande como una casa, cubierto de escamas de reptil rojizas que lanzaban brillos reflejando la luz del sol, propulsado por dos enormes pares de alas tan grandes como la mayor de las velas del barco.

Los gritos entre la tripulación cundieron conforme el dragón se acercaba y abría sus fauces, lanzando un rugido que les hizo temblar de miedo. Se les echaba encima. Una criatura terrible y majestuosa, tan enorme que podía destrozar el barco a la primera embestida. Los marineros corrían por cubierta de un lado a otro, intentando buscar un lugar donde refugiarse, una búsqueda que, en el fondo, sabían que era inútil.

Entonces, el dragón lanzó llamarada, un torrente de fuego líquido que surgió de lo más profundo de sus entrañas, una catarata ígnea que se derramó sobre la tablazón y la carne. Hubo gritos de agonía, de hombres desesperados que buscaban en el agua del mar apagar las llamas que los consumían lanzándose a él. El barco pareció gemir en agonía cuando los aparejos comenzaron a deshilacharse. Uno de los mástiles prendió como una cerilla. En cuestión de minutos, todos iban a estar muertos, todos iban a ser un tributo al inmisericorde rey del mar.

Lo último que farfulló el capitán, antes de hundirse en las llamas bajo él cuando la cofa se derrumbó sobre cubierta, no lo oyó el vigía, quien había saltado intentando alcanzar el agua.

—Los antiguos tenían razón. Hic sunt dracones

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