Reservado el derecho de admisión

RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓNposada-del-agua.jpg

Afuera hacía frío. Un frío de mil demonios. El viento soplaba con fuerza, haciendo que las ramas de los olmos temblaran y los habitantes de Zuilmar aseguraran los postigos para evitar que la más ligera brizna de aire se colara en sus casas. Había pasado ya casi una hora desde la puesta del sol, y la noche prometía ser de las que hacía que los incautos a quienes pillara por las calles, sufrieran, en el mejor de los casos, una pulmonía de aúpa.

El interior de la posada Corona de hierba —aunque era conocida en la ciudad como Puerco y Gallo, por los dos animales que, en una fea muestra de taxidermia, aparecían a los lados de la gran chimenea que proveía de calor a la amplia estancia comunal— no se podía decir que estuviera atestado. De hecho, nunca lo estaba. Lo normal era que cuatro parroquianos, los borrachines de la zona cercana, pasaran las horas muertas antes de ir a sus casas a dormir la mona, pero, esa noche, ni siquiera Rufo, Paulo, Gero o Héctor habían aparecido por ahí.

Así que el posadero, harto de barrer el suelo, pasar el trapo por la barra y recolocar las botellas y vasos, permanecía adormilado, sentado con los codos sobre una mesa y la cabeza apoyada en los puños, pensando en que la olla que había preparado antes para servir la cena tendría que ser recalentada para la comida del día siguiente, con lo que ello suponía: carne correosa y caldo pasado.

Estaba pensando si apagar el fuego del hogar y retirarse a su propia habitación, cuando la puerta de la posada se abrió. «¡Vaya! Resulta que voy a sacarme unas monedas hoy al final», pensó.

Se levantó de inmediato y acudió con pasos presurosos a su sitio, tras la barra, mostrando su mejor sonrisa. Una sonrisa que se le congeló en el rostro al ver a los recién llegados.

Y no se le congeló por el frío que trajeron consigo.

Fue porque eran cuatro hombres malcarados, de barba hirsuta y armados hasta los dientes con puñales, espadas, cascos e, incluso, escudos, con lo difícil que era ver a alguien que no perteneciera a la milicia con uno de ellos. El que iba al frente mostró su escasa educación al escupir, tras aclararse con sonoridad la garganta, una flema verdosa, provocando un gesto de disgusto del posadero quien, sin embargo, ensanchó su sonrisa y dijo:

—Bienvenidos a la Corona de hierba, amigos. Siéntense donde prefieran y enseguida les ofrezco bebida y comida.

Ellos no contestaron. Se limitaron a mirar al posadero de forma tan hosca que este pensó que iban a darle problemas, así que inspiró una honda bocanada de aire y se acercó a ellos con una jarra de vino y otra de cerveza, mientras los cuatro se acomodaban entre un ruido de metales entrechocando y madera crujiendo al recibir sus pesos.

—¿Vino, señor? —preguntó obsequioso al del escupitajo, un tipo de ojos azules—. ¿O cerveza?

—Deja las jarras —ordenó señalando la mesa—. Y trae comida.

El posadero hizo lo que le decían, pero, después de que probaran el cocido, torció el gesto cuando vio que el tipo de ojos azules cogía la escudilla y la arrojaba contra la pared, provocando las risotadas de los otros. Gritó:

—¡Esto es una mierda para cerdos! ¡Danos algo de comer decente o te corto las pelotas y te las doy a ti para que sepas lo que es bueno!

Desde detrás de la barra, como si fuera una trinchera, el posadero intentó defenderse diciendo:

—Señor, me temo que no hay otra cosa que ese cocido… Nunca antes había obtenido quejas sobre la calidad de mi comida. —Un deje de orgullo herido asomó a su voz.

—¡Porque aquí no vienen a comer otra cosa que cerdos! Por eso no se han quejado. —Más risas—. Deberíamos cobrarte por intentar hacer que comiéramos esta bazofia, desgraciado.

El tipo se levantó, mientras los otros se recochineaban y repantingaban en las sillas, más que seguros de que iban a ver un espectáculo de violencia y sangre. Se dirigió con pasos lentos a la barra, como saboreando cada momento, mientras acariciaba la empuñadura de su espada.

—Vas a hacer una cosa. No nos vas a cobrar por la bebida. Y nos vas a compensar dándonos tu oro. Eso, o te empiezo a tajar hasta que me aburra —amenazó.

Para remarcar sus palabras, arrojó el contenido de la jarra que llevaba en la mano a la cara del posadero. La cerveza se estrelló contra este en una ola espumosa que resbaló, pegajosa y fresca, por la barbilla, cuello y pecho del hombre.

El posadero no pudo aguantar más, si bien mantuvo un tono calmado al decir:

—¿Ve lo que pone ahí? —Señaló hacia atrás, a un letrero que colgaba de la pared. Como el rufián no contestó, asintió y continuó—: No sabe leer, claro. No sé por qué, pero lo imaginaba.

—No necesito leer para trincharte como a un pavo, gili…

No llegó a terminar la frase. En un rápido movimiento, el posadero estampó su puño contra la sien del tipo, que quedó inconsciente del golpe, cayendo de morros contra la barra y partiéndose la nariz. La sangre comenzó a manchar la barra y el posadero frunció el ceño, molesto. De un empujón, hizo que el bellaco acabara en el suelo. Ya se ocuparía luego de limpiarlo.

Los otros tres sacaron las espadas y se desplegaron en un arco, amenazadores.

El posadero sonrió. Echó mano de lo que había en la repisa bajo la barra y un virote de ballesta salió disparado, buscando la garganta de uno de ellos. La encontró.

El posadero dejó, muy tranquilo, la ballesta descargada en la barra y, con agilidad, saltó la barra para enfrentarse a los dos tipos que quedaban. Estos vieron que, sin saber muy bien de dónde los había sacado, se preparaba para la pelea con dos puñales de más de un palmo de acero cada uno.

Antes de entrar en el cuerpo a cuerpo, el posadero utilizó su pierna para lanzar un taburete contra el más adelantado de los dos. La madera encontró la cara y un par de dientes saltaron al suelo. El tipo soltó un juramento y aulló de dolor, deteniéndose, lo que permitió al posadero centrar toda su atención en el otro.

La espada del rufián trazó un arco desganado que el posadero evitó con facilidad, entrando en su guarida y obteniendo la ventaja que le daba luchar con un arma mucho más pequeña. El otro no pudo maniobrar para evitar que el puñal de su contrincante le entrara, hasta la empuñadura, en el pecho, acabando con su vida al instante.

Se giró hacia el que había obtenido —gratis— una visita al dentista, con los ojos entrecerrados, amenazador.

—¿Quién…? ¿Quién eres? —preguntó con la mano en la boca, como si quisiera retener el flujo de sangre, con poco éxito.

—Veo que no habéis conocido a muchos oficiales de la milicia —contestó, refiriéndose a sí mismo: había sido uno de los capitanes que encabezó la carga contra los odiosos tecumekhe, uno de los que obtuvieron la máxima distinción que se daba por actos marciales, la corona de hierba—. Desde luego, no tenéis ni idea de cómo hay que luchar; no sois otra cosa que payasos que asustan a pobres labriegos mostrando sus armas.

El tipo no se quedó a escuchar el resto del parlamento y se giró, corriendo como alma que lleva el diablo, para huir de la posada.

Una posada en la que, en un letrero tras la barra, el propio dueño había grabado la inscripción «Reservado el derecho de admisión».


11 respuestas a “Reservado el derecho de admisión

  1. Qué te parece si en el primer párrafo en lugar de «… la más ligera brizna…», lo sustituyes por «… el imperioso aire…».
    En el 18 considero que el inciso quedaría mejor al final, ya que donde lo has colocado, al ser una orden, resulta incoherente.

    Por lo demás fetén

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  2. Primero creí que habías estado de visita por aquí, luego me dije: Bien en esta ocasión nos vamos a poner morados de cocido ¡Y resulta que preparas una matanza de seguido!. Esta muy bien escrito y tiene todos los componentes que requiere la acción, Un saludo.

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    1. ¡Gracias, Carlos! Ya sabía yo que te ibas a llevar un chasco 😀 😀 😀
      No sé, quizá algún día escribe una bucólica escena en una posada, con personajes tranquilamente sentados a la mesa, comiendo y hablando…, en la que lo más puntiagudo sean las puntas del tenedor…

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