En la llanura nacerá una ciudad

EN LA LLANURA NACERÁ UNA CIUDAD

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Reconstrucción ideal de la estatua de Atenea en el Partenón.

 —¡Contempla, Erecteo! ¡Contempla al temible enemigo ante las filas de tus guerreros y siente el furor que crece en tu interior! ¡Que tu brazo se hunda en su sangre! ¡Que tu temible cólera se abata sobre ellos y los expulse al abismo de tumultuosas aguas!

Quien había hablado era una mujer santa, una anciana arrugada y de espalda gibosa que tenía, sin embargo, una voz fuerte y poderosa, capaz de hacer temblar los más altos muros que defendían las ciudades que, como hormigueros, se diseminaban aquí y allá por las llanuras del Ática. Como conducto de la gran diosa N’tsee-Kambl, la sacerdotisa poseía una pizca del terrible poder de Aquella cuyo esplendor causa la destrucción de los mundos.

Erecteo y sus guerreros la habían hallado varias jornadas atrás, junto a un centenario olivo en cuya rama más baja había posada una lechuza. De inmediato, el líder de la partida supo que era una enviada de los dioses y que sería clave en su peregrinaje, uno que ya duraba cinco años, en busca del lugar adecuado donde fundar una ciudad.

Y, ahora, estaban formados, las lanzas dispuestas, los escudos preparados, las grebas relucientes al sol de la mañana, formando una compacta fila con que retaban a la horda que permanecía frente a ellos.

—Repítemelo otra vez, mujer —ordenó Erecteo volviendo la cabeza. Aún no se había colocado el casco, y el pelo moreno del color de la noche lanzaba reflejos azulados—. Repite la profecía.

—¿Acaso dudas? ¿Ahora dudas?

—No, no es eso. —Erecteo sacudió la cabeza—. Quiero que tus palabras inflamen mi corazón.

La mujer asintió y dijo, con voz tonante:

—Junto al mar, frente a los acantilados de la llanura ática, allá donde crecen los árboles arrugados de frutos verdes y hojas duras, será donde se librará la batalla definitiva contra los hijos del mar. Pues es sabido: de las profundidades oscuras, cabalgando las olas, surgirá una raza de hombres malévola e impía que buscará dominar la tierra, y solo el héroe cuya cabeza está tocada por el manto de la noche podrá poner fin a su raza maldita.

»Y también es sabido que el héroe, tras alzarse triunfante, verá la tierra empapada con la sangre de héroes y villanos y verá que es buena, decidiendo, ahí, fundar la mayor de cuantas ciudades verá jamás el hombre.

Erecteo, con gesto grave, se colocó el casco y sujetó las correas por debajo de su barbilla para evitar que se moviera. Se golpeó el peto de bronce, dándose ánimos, y contempló a sus fieros compañeros, deseosos de entrar en acción, deseosos de matar. Levantó el puño, pero la anciana colocó con suavidad la mano sobre su hombro y Erecteo se detuvo a mitad del movimiento.

—Una cosa más —dijo la mujer—. Solo una. —Metió su mano manchada por la edad entre los pliegues de su túnica y sacó algo, que colocó en la palma de Erecteo—. Cuélgalo a tu cuello, héroe, y la victoria estará garantizada, pues con ella evitarás que llegue su dios para luchar junto a ellos.

Erecteo ladeó la cabeza, confuso, y bajó la vista hacia el objeto en su mano. Era una piedra plana y blanquecina, de gran dureza, aunque ligera, en cuya superficie se había grabado un símbolo que parecía ser una estrella de cinco puntas, en cuyo interior ardía una especie de columna, o quizá fuera un ojo llameante. Erecteo, obedeciendo, se la puso rodeando la garganta gracias a la cuerda sujeta a la piedra; en ese momento, sintió que un fuego recorría su cuerpo, un fuego devastador y agradable a un tiempo, que le hizo tener fe en la victoria y en su destino.

Mientras los hombres de Erecteo cargaban contra los enemigos, N’tsee-Kambl, mediante los ojos de la anciana sacerdotisa, contemplaba el desenlace de sus planes trazados hacía tantos y tantos años. Cuando Erecteo venciera a sus sirvientes, aquel que los humanos conocían como Poseidón se removería furioso en su tumba de agua, sabiendo que había fracasado.

—Sí —masculló—. Seguirá durmiendo durante siglos.

La alegre y cantarina risa de la anciana seguía sonando cuando los hombres empezaron a morir.


12 respuestas a “En la llanura nacerá una ciudad

  1. Creo habértelo dicho como diez mil veces: me encanta esa forma aparentemente sencilla de escribir, pero mucha enjundia detrás y el sincretismo de diversas mitologías. En este caso, la griega —mitología, aunque existió un personaje histórico del que la leyenda dijo que, efectivamente, estaba enfrentado a Poseidón— y el mundo del chopito gigante, en este caso no del creador «Ama la artesanía» —Lovecraft quería decir; no he podido resistir la tentación—, sino, creo recordar, de uno de sus seguidores.
    Estupenda y entretenida lectura, ¡sí, señor!

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    1. Gracias por tus halagos que me enrojecen hasta las orejas 😀
      En efecto, en cuanto vi que Gary Myers (desconocía a este autor, ya que estamos, hasta que leí sobre esta diosa hace un par de días) había creado a la diosa arquetípica reflejando a Atenea, no pude resistirme 🙂
      Sobre la broma del apellido, recomiendo encarecidamente el libro «La llave del abismo», de Somoza, donde también hace un juego de palabras al respecto (que tampoco es original, visto el poema de HPL en el que modifica los nombres de sus «amigos» literarios y el suyo propio)

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      1. Cuando te leo, la verdad es que a menudo dudo si estoy gozando de tu divina pluma o de si es la dulce y sagrada palabra de la musa Clío la que me habla.

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      2. jeje. Entiendo. Es uno de los móviles que me llevan a escribir, junto a la catarsis y el consiguiente bienestar que me produce escribir. Un abrazo.

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    1. Por supuesto, Fran, por supuesto. Como todos los relatos de mi «Ciclo de Cthulhu», mezclo la fantasía lovecraftiana con un suceso histórico… que en este caso es legendario, más que histórico 😉

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    1. ¡Hola de nuevo!
      Otros menesteres me tienen muy liado, a ver si puedo ir retomando poco a poco el blog, aunque sea con una o dos entradas semanales. Espero que os siga gustando lo que escribo 🙂
      ¡Un enorme abrazo!

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