La patrulla SN (IV)

NOTA: Viene de La patrulla SN (I), La patrulla SN (II) y La patrulla SN (III)

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Recapitulo lo que, antes de dormirse con la cabeza apoyada en mi pecho y el pelo cayendo en cascada sobre mi piel y las sucias sábanas de mi cochambrosa cama, me ha contado. Fascinado y agotado por el sexo, he escuchado todas y cada una de sus palabras, me he bebido su maravillosa voz y he asentido como un autómata.

En pocas palabras, Julia me ha explicado que su marido se ha hartado de que siguiera viendo a su amante. Después del revuelo que se causó en prensa, ella había ido con pies de plomo, pero se había negado a dejar de verlo. Me ha dicho, entre lágrimas, que su marido era un monstruo, un tipo que la domina y usa y desecha a su antojo, que ella lo engañaba por mero despecho —más que por auténtico amor hacia con quien quedaba—, para sentir un sentimiento, por ridículo que fuera, de venganza, de control de su propia vida.

Me lo he creído a pies juntillas: estoy seguro de que esos ricachones son unos bastardos sin corazón.

Tampoco me ha sorprendido cuando ha soltado la bomba. La he dejado hablar sin interrumpirla mientras acariciaba sus bucles castaños y seguía sintiendo el roce y el olor de su cuerpo mojado por el sudor. Había una furia helada en su voz cuando me ha contado que su marido tiene mucha influencia entre las organizaciones criminales de Ciudad Baldía, que lo consideran casi un padrino generoso que puede protegerlos ante cualquier problema. Tengo que reconocer que es un acuerdo sencillo, pero exquisito: el poderoso reina en la parte alta y deja reinar a la gentuza que le interesa sobre el resto de la ciudad.

De ahí que fuera un puto franki el que se cargara al amante de Julia —los otros dos tipos tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

Tengo muy, muy claro, que voy a investigar esto. Aunque me cueste el trabajo.

Eso sí, hay algo que me da vueltas en la cabeza: ¿para qué demonios pintaron con sangre el símbolo de los Setegui en la escena del crimen? Quizá, me respondo mientras oigo el suave sonido de la respiración de la mujer, los mafiosos lo dejaron para dar un toque de atención a su patrón; quizá se hayan envalentonado y hayan decidido que son algo más que meros correveidiles y sicarios a los que llamar cuando se les necesita.

No lo sé.

Pero tengo que investigarlo, y lo haré. Me lo prometo a mí mismo viendo danzar la pequeña llama del mechero que avanza hacia la punta de mi cigarrillo.


Han pasado tres días desde que Julia y yo hicimos el amor. Tres días intensos, de investigaciones bajo la maldita lluvia que no cesa, de paquetes de cigarrillos consumidos con frenesí mientras revolvía el avispero de los bajos fondos de Ciudad Baldía, de alguna pelea que otra que me han dejado los nudillos vendados, unas cuantas tiritas y un ojo hinchado, así como un par de balas menos en la pistola.

Tres días satisfactorios.

Me he encaminado a la parte alta de la ciudad y, para mi sorpresa, los agentes de seguridad privada que hay en el perímetro de Altos Turquesas me han dejado entrar conduciendo mi ruinoso coche sin una pregunta, tan solo con ver mi identificación policial. Ni siquiera los polis tenemos paso franco al barrio de los ricos, pero no voy a ser yo quien me queje.

En cuanto llegué a la casa de los Setegui, descubrí la razón de ello: Julia me esperaba en la puerta de su mansión de tres plantas rodeada por un jardín en el que cabrían todas las comisarías de Ciudad Baldía. Llevaba una copa de cóctel en la mano y dio un delicado sorbo cuando bajé del coche tras aparcar en el camino de grava, frente a la puerta de entrada. La rica bata con que cubría su camisón de seda estaba entreabierta, dejando ver su hermosa piel bajo el cálido sol matutino. Me fascinaron los dibujos estampados —o bordados, no estoy seguro del proceso de creación de la pieza— en gris plateado sobre negro, unos pavos reales estilizados que recorrían la superficie y parecían moverse ondulantes cuando ella contoneaba su cuerpo.

Cruzamos apenas un par de palabras, un saludo cordial entre lo que parecían dos extraños, como si no hubiéramos compartido la cama, y un criado de tez morena me hizo pasar al despacho del mandamás.

Así que aquí estoy, respirando hondo, a punto de soltar toda la historia a Juan José Setegui.

Espero que no me mande matar y dé de comer a los perros.


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