Pablo

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Pablo era un hombre que se consideraba a sí mismo vacío, desolado, triste y solo. No era capaz de recordar un tiempo en el que se hubiera sentido feliz, y se preguntaba, de vez en cuando, si acaso su mismo nacimiento no lo había abocado ya a una vida de tristeza eterna, condenado a llorar siempre desde la emisión de su primer llanto.

Cuando veía al resto del mundo sonreír, hablar de lo felices que eran, ir de aquí para allá compartiendo sus pequeños triunfos, no lograba concebir que eso fuera para él, pues nunca lo había sido. No les tenía envidia, no obstante, ni siquiera un poco de celos, pues, al fin y al cabo, no conocía otra cosa que la tristeza, y su honda amargura entendía que era el estado normal en el ser humano, por lo que los demás eran atípicos y desviados.

Jamás conoció el amor, o la amistad, y tampoco recordaba los abrazos de su madre y los besos de azúcar que le daba en la frente, los cuidados que, con mimo, le prodigaba cuando, mientras jugaba, se había raspado la rodilla al caer al suelo. No recordaba nada de ello, y creía, cuando se encontraba con el ánimo filosófico, que eran constructos que él había imaginado y fijado en su memoria para evitar perder la cordura, lo cual —era consciente de ello— contradecía por completo su concepción de la vida como una sucesión de tristezas.

No había besado jamás a una mujer —o a un hombre— y sentía cierta repulsión atávica cuando pensaba en su cuerpo desnudo y sus imperfecciones, pues no se encontraba agradable al mirarse en el espejo: miembros largos, torso corto y ancho en proporción, rasgos afilados en una cara pálida e imberbe. Suponía que nadie podría desear contemplarlo, tocarlo, o desearlo.

Y su trabajo… ¡Ah, su trabajo! Sumido en una rutina gris, hora tras hora se desgranaba en el reloj con exasperante lentitud. Él tecleaba y tecleaba, quemándose los ojos mientras miraba el monitor donde las cuentas de múltiples clientes pasaban en hojas de cálculo que parecían infinitas, como si los datos estuvieran avanzando sin pausa en una banda de Moebius. Y, cuando llegaba el final de la jornada, casi era peor, pues Pablo no sabía qué hacer, dado que no tenía ninguna afición ni nada le llamaba la atención. Se limitaba a volver a su pequeño, gris, solitario apartamento, en el que las conversaciones ahogadas y los ocasionales gritos de peleas le llegaban desde los pisos vecinos y le provocaban dolor de cabeza.

Pablo, sí, era un ser desgraciado, alguien que no esperaba nada de la vida.

Esa noche, después de cenar y limpiar con pulcritud los platos, recogerlos en el aparador correspondiente y comprobar que la cocina estaba recogida por completo, decidió hacer algo. Había roto su rutina diaria y, tras el trabajo, había acudido a una droguería y comprado soga, que colgó con pericia y, tras comprobar que aguantaría su peso, colocó el cuello en el nudo corredizo que había hecho con gran maña.

Esa noche, Pablo dejó de ser un hombre que se consideraba a sí mismo vacío, desolado, triste y solo.

Tan solo, dejó de ser.


13 respuestas a “Pablo

    1. Hombre, espero que no todo sea tan oscuro (aunque el nombre de tu blog alguna pista da…). Personalmente, como soy más bien tendente al optimismo y a mirar el vaso medio lleno, solo puedo decirte que la vida es agridulce, pero hay que centrarse en el azúcar, y no en la hiel.

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    1. No, desde luego que no todos, o habría una auténtica epidemia de suicidios. Pero, es cierto, mucha gente se siente perdida y sola (no es mi caso, por cierto, salvo ocasionales momentos de depresión, que todo el mundo tiene).

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  1. Tristemente cada vez hay más suicidios y lo sorprendente es que sigue bajando la edad y cada vez son más jovenes. Pablo no es un caso aislado. Hay miles de Pablos que repiten su historia.

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