JOHARI SARABI

JOHARI SARABI Y TINA

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Ilustración que Jonay Martín está realizando para la saga. En ella, a los pies de Johari, Tina.

UNA PEQUEÑA INTRO

En estos momentos, estoy en proceso de creación de la saga de fantasía épica “Crónicas de la Apoteosis”, un ciclo de 10 novelas cortas de las que estoy a punto de publicar el tercer volumen y de la que ya he empezado el cuarto. Cada uno de los libros, hasta el séptimo, tienen un diferente protagonista-narrador que da diferentes piezas de un puzle, una historia “fragmentada” que se resolverá en los tres últimos libros.

Pues bien, Johari Sarabi es la protagonista del séptimo libro, así que, ¿por qué colgar una entrada con texto perteneciente a este volumen? Bien… la respuesta está en lo que me ha pasado recientemente. Ahora que el dolor me da un respiro y no amenaza con ahogarme cada vez que me late el corazón, me siento con fuerzas de rendir un amoroso homenaje a la pequeña perrita que he perdido hace poco, mediante una de las pocas cosas que puedo hacer: escribiendo para ella y para mí. Es una escena que ya sabía que escribiría hace meses, cuando le encontraron una masa tumoral en el pulmón, pero su fuerza y resistencia hizo que me acompañara durante mucho más tiempo del que creía posible, y la escritura de esta escena, que temía, que me horrorizaba pensar siquiera, se fue demorando.

Hasta que llegó el momento de dejarla marchar.

Siempre te tendré en mi memoria.

JOHARI SARABI

Quienes moramos en este templo somos estudiosos y estudiosas dedicados al saber de nuestro mundo, a la recopilación, examen y conservación de todo el conocimiento. Desde antes de las Guerras Raciales, desde antes que aparecieran las razas no humanas sobre la faz de Timelah, nuestra orden ha guardado el saber y la práctica de muchas ciencias y, sobre todo, de la historia de la humanidad.

Somos eruditos, aunque a muchos no nos ajeno el adiestramiento marcial, fruto heredado de aquellos primeros tiempos sumergidos en la negrura de la leyenda, en los que nuestros antepasados lucharon contra poderosos enemigos surgidos de los pozos infernales. Fuimos ayudados por nuestros fieles compañeros, que acudieron a nuestra súplica de ayuda, y cientos de demonios cayeron entonces bajo las fauces y las garras de un ejército de mastines, perros de toda raza que lucharon con fiereza y valor.

En homenaje a ellos, el Templo de la Apoteosis alberga una gran cantidad de estas maravillosas criaturas y, aunque sigue habiendo grandes ejemplares capaces de desmontar a un jinete en batalla, ahora son más los animales de compañía, tranquilos y calmados, que viven junto a nosotros.

Yo, al igual que mi madre antes que yo, soy una sanadora, y el amor por los perros me llevó a estudiar no solo la fisiología humana —mi competencia, tras años de práctica, es elevada en este terreno—, sino también la de ellos. Mi historia, por desgracia, comienza con una honda tristeza, un inmenso rasgado en mi alma que tiene que ver con quien tantos años fue mi compañera, mía y de mi esposo, pues poco después de comenzar el mes de Rimbeu, tuve que despedirme para siempre de Tina, nombre que una perrita que apareció en el umbral de nuestra casa hace ya diez años llevaba grabado en un collar de cuero negro. Estaba delgada y mostraba unos ojos confusos, pero una primera exploración me indicó que había sido bien cuidada hasta el momento, por lo que pensé que era probable que su anterior dueño hubiera muerto —no concebí que la hubieran soltado— y la perrita, confusa, había atendido a la intuitiva llamada que muchos de sus congéneres tenían y les hacía acudir hasta nuestro templo, sin importar la distancia que hubieran de recorrer, como si supieran que entre nuestros muros han de hallar refugio.

Diez años. Diez años pasados en un suspiro cuando los recuerdo ahora, cuando me vienen a la memoria las imágenes de Tina jugando como una cachorra, lanzándose contra mi marido y contra mí como si nos atacara, ladrando con alegría y abrazándose a mis piernas cada vez que volvía a casa… Y la amargura del último día, cuando supe que un mal incurable en su interior había mermado su capacidad de respiración, cuando uno de sus pulmones ya había cesado en su funcionamiento, cuando los ataques de tos ya eran casi continuos y sus grandes ojos castaños me miraron con cansancio y me reflejé en ellos llorosa y con un dolor más hondo que el que jamás he sentido.

Mi marido, también sumido en el llanto, me convenció de que era lo mejor, que tenía que utilizar mi saber para que no sufriera más, para que no aguardara hasta el momento fatídico en el que dejara de respirar entre estertores de agonía y, aunque no quería despedirme de ella, aferrada a una fútil esperanza de que Tina se curaría, de que pronto volvería a estar bien, supe que tenía razón, así que preparé las hierbas que iba a necesitar y, cuando hube hervido las dos cocciones necesarias, hice que aspirara la primera de ella y, sin dejar de acariciarla, esperé a que se durmiera. Sus ojos se cerraron poco a poco, la pequeña cabeza, cuyas manchas negras que le rodeaban los ojos antaños se habían convertido en un campo de canas por la edad, fue descendiendo poco a poco, apoyó los cuartos traseros y, entonces, la ayudé a tumbarse de lado. Su respiración, agitada por lo general en los últimos días, se calmó y, con un hilo de voz, mi marido dijo:

—Ahora no sufre.

Asentí y me sequé los ojos cubiertos de lágrimas, tragué saliva y coloqué la pequeña escudilla en la que había vertido el segundo brebaje, cerca de su pequeña trufa. Ahogué un gemido y contemplé su abdomen —rosado, liso, hermoso— descender en su movimiento, conforme su respiración se iba ralentizando.

Entonces, se detuvo para siempre.

Y parte de mí murió con ella.


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