Tras una temporada de vacaciones en la que he estado un tanto ausente de todo tipo de redes sociales, he de decir que, sin embargo, he mantenido mi “trabajo” juntando letras y apelotonando palabras. Más concretamente, en tareas de revisión y planificación. Por un lado, ya tengo a la venta la edición en inglés de “Mika Holdbrand: Diplomacia en Alisia”, la primera novela de mi saga de fantasía épica “Crónicas de la Apoteosis”. Veremos cómo funciona en el mercado anglosajón que, para qué negarlo, es bastante más potente que el castellano en lo que se refiere a fantasía. Por de pronto, lo voy a celebrar poniéndolo gratis los días 20, 21 y 22 de marzo, así que, si alguien quiere descargarlo en inglés por la cara… pues eso. Por otro lado, la segunda entrega, “Maese Fontana: La magia de Trinube”, ya está en mano de mis lectores y lectoras cero, así que la saga va viento en popa. Dejo enlace
Decía que también he estado planificando: hoy mismo he comenzado la escritura de la segunda novela de Águeda, la coprotagonista de “Viviendo los treinta” que estoy escribiendo junto a la compañera Sadire (la cual, por cierto, pronto publicará la segunda de Esther, lo que hace que la que he empezado yo sea la cuarta de la saga… no es tan lioso como parece). Dejo la primera escena (sin corrección, ni revisión, a pelo), a ver que os parece.
ÁGUEDA, VIVIENDO LOS TREINTA 2
Águeda, jadeante y sudorosa, mostraba una sonrisa de satisfacción. Se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda y lanzó un pequeño grito de triunfo al ver que había logrado batir de nuevo su marca personal en la bicicleta estática; lanzó una mirada de reojo y vio que Blanca, a su lado, aún necesitaba hacer un kilómetro más para cumplir la exigente demanda de la profesora de spinning.
—¿Ya? —preguntó Blanca. Colorada por el esfuerzo, a duras penas lograba hablar, falta de resuello—. Hija… eres una… máquina…
Águeda se encogió de hombros y utilizó la toalla para secarse los hombros y el cuello. Vio que la encargada de sala asentía en un gesto de aprobación hacia ella y levantó tres dedos sin dejar de lanzar gritos de ánimo a la clase, mujeres en su mayoría, que pedaleaban como si les fuera la vida en ello mientras los altavoces emitían una ruidosa mezcla de salsa, pop y música electrónica.
Al mirar la tabla de ejercicios, vio que esos tres dedos correspondían a la rutina de abdominales, así que se tendió sobre la colchoneta frente a la bicicleta y comenzó a subir y bajar el tronco como una posesa.
La monitora seguía animando a sus compañeras, que comenzaron a unirse a Águeda poco a poco. Justo cuando Blanca se colocó junto a ella, hizo una pausa entre series y, tumbada, giró la cara para escucharla mejor.
—¿Quieres hacer algún Iron Man, o qué?
—En todo caso, Iron Woman —respondió Águeda riendo entre dientes.
—¡Blanca, vamos! —gritó la monitora para interrumpir cualquier conato de cháchara—. ¡No te quedes fría!
—Sí, mein Führer —replicó ella, pero cumplió la orden.
Antes de que Águeda pudiera comenzar una nueva serie de abdominales, se abrió la puerta de la sala y Edu, el recepcionista del gimnasio, dio un par de palmadas para llamar la atención. Todas se volvieron hacia él, y la monitora pareció a punto de saltarle a la yugular por la interrupción.
—¡Águeda! —gritó, buscándola con la mirada—. Te llaman, cielo. Tu móvil está que arde.
De repente, la ira de la monitora se desplazó desde Edu a ella, que se quedó a mitad de un movimiento y abrió la boca en un gesto de sorpresa, que intentó paliar luego con un rictus a medio camino entre la vergüenza y el arrepentimiento.
Se sintió como si necesitara el permiso de la monitora, pero esta había decidido descargar su látigo sobre otra pobre:
—¡Pepi! Más arriba ese culo, ¡venga!
Casi de puntillas, llegó hasta Edu, quien la miraba con una sonrisa pícara y los brazos cruzados. Apoyado contra el marco de la puerta con aire casual, delgado y fibroso, de facciones agradables sin llegar a ser un Brad Pitt, en él destacaba el tatuaje tribal de su cuello, una especie de onda que se extendía hasta la parte inferior de su oreja y que le daba un aire misterioso. Su voz era suave y amanerada, y tenía tendencia a mover con exageración las manos para recalcar lo que decía.
—¡Qué insistencia, cariño! —comentó—. Te habrán llamado unas mil veces.
—Esto, Edu… —dijo Águeda. Lo empujó con suavidad al pasillo y cerró la puerta tras ella—. No hacía falta que me dijeras que me llamaban… Ya miraré el móvil cuando acabe el entrenamiento.
—Ya, y no te gusta que la jefa te eche la bulla por interrumpir la sesión, ¿no? —preguntó él con guasa mientras hacía un floreo con las manos.
—No, eso tampoco… De todos modos, ¿cómo has sabido que es el mío?
Los objetos personales de los clientes se guardaban en la sala tras la recepción, en taquillas individuales, custodiadas por Edu. Este se encogió de hombros y respondió:
—Fácil, hija. A estas horas, eres la única con suficiente clase como para tener a Lady Gaga en el tono de móvil. Las demás —añadió bajando la voz— son unas petardas que utilizan tonos de fábrica. ¿Sabes lo poco glamuroso que es escuchar ding-dongs y clonc-cloncs?
Águeda lanzó una risa y llegó hasta su taquilla. Edu parecía interesado en saber quién la había llamado, porque no se despegó de ella. Lo hizo sufrir un poco, porque se pasó la toalla por los brazos con tranquilidad, muy despacio. Estaba satisfecha de lo que había logrado hacer con su cuerpo en los últimos dos meses. Al establecer una rutina en su vida por la que se obligaba a acudir al gimnasio cuatro veces por semana —por la tarde, a última hora casi, que no tenía otra opción—, había modelado sus brazos y sus piernas, las partes de sí misma que menos le gustaban, y tenía las extremidades torneadas, firmes y, además, con un tono acaramelado producto de las sesiones de rayos UVA. La verdad es que, cuando se miraba en los espejos que forraban las paredes del gimnasio, vestida con ceñidas mallas y un top de tirantes, tenía que reconocer que había logrado un cuerpo atlético y vigoroso, que quizá no sería la perdición de todos los hombres, pero que sí lograba atrapar muchas miradas apreciativas. Aunque, la verdad, tampoco estaba para tontear con ellos, porque el trabajo la absorbía…
—¡Venga, cielo! —la apremió Edu, devolviéndola a la realidad—. ¡A ver quién te ha llamado tanto! ¿Algo que deba saber? ¿Alguien en tu vida?
Ella lo miró y le guiñó el ojo antes de abrir, por fin, la taquilla. Rebuscó entre la bolsa de deporte y, cuando echaba mano al teléfono, este volvió a sonar.
—¿Ves lo que te decía? —comentó Edu.
Águeda miró la pantalla y arqueó las cejas al ver de quién se trataba. No descolgó, pero puso el móvil frente a los ojos del recepcionista y dijo:
—Hala, mi amiga es quien me llama. ¿Contento?
—¿Casandra? ¿Casandra Croce? ¡No! —Se colocó las palmas de las manos en la mejilla.
—No seas crío —replicó ella—. Ya sabes que es socia de la galería.
Edu sonrió mostrando los dientes con una mueca bobalicona y se encogió de hombros. Por supuesto que lo sabía: Casandra participaba en la galería de arte que Ester y Águeda habían montado hacía medio año, la Parnaso, con una buena contribución de capital y, lo que era mejor, con la impagable publicidad que daba su nombre y su rostro asociado a ella.