El romance del falso caballero: capítulo 8

Una vez más, al acabar el capítulo, cuelgo todo el texto entero, por si a alguien le apetece hincar el diente…

CAPÍTULO 8

Al día siguiente, sin perder más tiempo tal y como había dicho, Elin se puso en camino de nuevo. Cabalgando lado a lado con Perceval y el Bello —quienes en ningún momento pensaron siquiera no acompañarla—, la joven sonreía mientras el sol se reflejaba en sus cabellos aunque, en su fuero interno, sentía una honda preocupación. No era tanto que Merlín se hubiera mostrado arisco y bastante decepcionado con su actitud desafiante como que ante ella se abriera un camino que podría aportarle respuestas que quizá no le gustaran. Una cierta aprensión la invadía al pensar que en el destino que Finárdir le había marcado encontraría lo que podía ser el testamento de su abuela Ula. Elin especulaba sobre lo que podría encontrarse entre los muros de la villa del Cabo de las Almas Dichosas, y las leguas fueron consumidas bajo los cascos de Perlita —la yegua, a la que había dado por perdida al entrar en la finca de Melquíades, había vuelto por sí misma a Camelot demostrando una gran inteligencia—, respondiendo de modo mecánico a las palabras que sus compañeros de viaje lanzaban de vez en cuando.

Estando en estas, cuando habían consumido tres jornadas de viaje y estaban a mitad de camino de su destino, llegaron a orillas de un tumultuoso río, cuyas aguas espumeaban y se agitaban como corceles bravíos provocando un estruendo parecido al de las tormentas veraniegas.

—Es imposible vadearlo —sentenció Perceval con gesto contrariado.

—Busquemos un puente. —Elin, tras decirlo, tiró de las riendas para hacer que su montura fuera río arriba en busca de la forma de cruzarlo y, poco después, llegaron junto a una construcción que los romanos dejaron en esas tierras tras la conquista de los césares: un hermoso puente de dos ojos, conservado de modo excelente, cruzaba el curso de agua, pero el Bello Desconocido señaló a la otra orilla y dijo:

—¡Mirad! Alguien ha plantado su pabellón ahí.

—¿Es eso que veo un estandarte? —preguntó Perceval entrecerrando los ojos—. Un grifo dorado, juraría que es, sobre campo de gules… No me es conocido, si os soy sincero.

—Yo tampoco sé de quién se trata. —dijo Perceval palmeando la testuz del caballo. Se mordió el labio inferior con el colmillo, intrigado.

—Vayamos entonces a preguntarle, caballeros —sentenció Elin, acercándose decidida.

Sin embargo, frenó de inmediato a Perlita cuando vio que, de la hermosa tienda del color del nácar salía un caballero armado por completo, de brillante coraza plateada, con el yelmo bajo el brazo, que gritó con voz potente sobreponiéndose al ruido del río:

—¡No deis un paso más! ¡Pues guardo este puente y quien desee cruzarlo, habrá de medir sus armas conmigo!

Perceval movió la cabeza en un gesto de negación, pero se permitió una sonrisa cuando dijo con sarcasmo:

—¡Bien! ¡He aquí un aprendiz de Lanzarote!

—¿Cómo decís? —inquirió Elin.

—¿No sabéis cómo entró a formar parte Lanzarote de la Tabla Redonda? —Elin negó con la cabeza—. Dama Elin, algún día os lo contaré —concluyó con una sonrisa misteriosa.

—¡Caballero! —Elin se irguió sobre Perlita y echó mano al pomo de su espada, dando a entender que no se amilanaba ante el desafío del hombre—. ¡Somos miembros de la Tabla Redonda, y por la autoridad del soberano de toda Britania, el rey Arturo, os pido paso franco!

—No —respondió el otro calándose el yelmo sobre el moreno pelo que llevaba peinado hacia atrás.

—¿Cómo decís? —Elin enarcó una ceja, incrédula al ver que la mención al rey no obraba efecto.

—Digo no, señora. —El caballero silbó y a su llamado apareció un hermoso semental picazo. Colocó un pie en el estribo y haciendo gala de gran agilidad subió a la silla mientras seguía hablando—: Mi juramento es sagrado, y la palabra dada a Nuestro Señor vale más que cualquier orden que dé un rey humano.

—Eso es cierto —masculló a su pesar Perceval, moviendo la cabeza.

Elin lo miró con fastidio y volvió de nuevo sus ojos al caballero, retándolo:

—Decid entonces vuestro nombre y las condiciones del combate, señor, dado que os voy a derrotar.

—Mi nombre no os puedo revelar tampoco —contestó él y el Bello Desconocido lanzó una breve risotada al pensar que, quizá, también él estaba aquejado de su falta de memoria—, pero os digo esto: Luchemos a caballo y con espada, a primera sangre. Si uno de vuestros dos acompañantes me vence, podréis entonces pasar.

—¡Esperad un momento! —exclamó Elin furiosa y sintiendo que la sangre le hervía—. ¿¡No os he dicho acaso que sería yo quien os derrotara!?

El caballero asintió meneando la cabeza con lentitud, pensando en lo que decía la joven.

—¡Bien! Pues sea entonces. ¡Cuidaos de mi espada! —concluyó ella.

Acto seguido, Elin lanzó a Perlita al galope y el caballero sin nombre hubo de reaccionar con rapidez para poder aprovechar la fuerza que da la inercia de un caballo corriendo veloz. Más o menos a mitad del puente ambos se encontraron y cruzaron las espadas, un trueno metálico que restalló en los oídos de Perceval y el Bello, quienes contemplaron la evolución del combate maravillados, pues las estocadas y las fintas volaban con gran pericia mientras los caballos bailaban una danza circular acompañando los movimientos de los brazos de sus jinetes.

Elin, que ni siquiera se había calado el casco, miró a la rendija tras la que se veían los ojos —del color de los campos de trigo maduro— de su enemigo y creyó ver en ellos algo familiar, pero la impresión cesó de repente, cuando tuvo que desviar su espada en el último momento para bloquear un tajo. Sin deseos de andarse con delicadezas, se concentró para encontrar esa sintonía que hasta no hace mucho lograba solo de forma instintiva, y el tiempo se ralentizó cuando lo deseó, sabiendo gracias a todas las aventuras vividas que se trataba de una forma de canalizar la magia que la rodeaba. Sin esfuerzo, detuvo un nuevo golpe y apuntó cuidadosa a la zona en la que quijote y greba se unían e hincó la punta de su acero, sintiendo la carne ceder. El tiempo volvió a fluir con normalidad y Elin colocó en vertical su arma frente a sí, diciendo:

—Vuestra sangre, caballero. Ahora —exigió—, decid vuestro nombre y apartaos.

—Habéis ganado en justa lid —dijo él; a la espalda de Elin, Perceval y el Bello aplaudían y vitoreaban a su campeona—. Sabed que me llamo Niall, y que quedo rendido ante vuestra pericia con la espada.

—¡Ea pues! —exclamó el Bello, ansioso por meter baza—. ¡Apartaos de una vez y dejad de hacernos perder el tiempo!

Niall no hizo caso a las palabras del caballero y se arrodilló frente a Elin, que lo miró enarcando una ceja, preguntando:

—¿Qué hacéis, caballero?

—Quedo prendado no solo de vuestra habilidad con el acero, sino también de vuestra hermosura y gallardía. Sabed que contáis entre vuestros admiradores, sin duda legión, a este caballero. Me rindo a vuestros pies, mi dama.

Perceval y el Bello Desconocido, al mismo tiempo, lanzaron un bufido, si bien Elin pareció halagada por las corteses palabras de Niall y, algo ruborizada, dijo:

—Sois muy cortés, caballero. Mas debemos seguir nuestro camino…

—Entonces, ¡dejadme acompañaros! —En la voz de Niall hubo un destello de emoción casi adolescente al decirlo—. No me neguéis vuestra compañía, o mi alma se ensombrecerá hasta que quede marchita y muera de tristeza.

—Yo… —Elin no sabía qué contestar ante tanta galantería.

—¡Os lo ruego! —imploró él, atreviéndose a coger las manos de la joven entre las suyas—. ¡Seré vuestro compañero de aventuras!

Lo último que dijo Niall fue suficiente para Perceval, que explotó gritando:

—¿¡Queréis dejar de hacer el mamarracho?! ¡Estáis poniéndoos en ridículo a vos y a toda la caballería con tales memeces! —El Bello, a su lado, asentía con gravedad, mostrando su acuerdo con el exabrupto de Perceval.

Sin embargo, Elin pareció molestarse por las palabras del caballero y, girándose hacia él, le recriminó:

—No seáis impertinente, Perceval. Niall solo está siendo educado.

—Un petimetre, eso es lo que es —replicó Perceval con la cara colorada.

Niall no decía nada, pero clavaba la vista en el suelo del puente, compungido como un niño, y Elin sintió ternura por él, diciendo con voz dura:

—Sois vos quienes os ponéis en ridículo, Perceval. Decidme, Niall —continuó mirándolo—: ¿Queréis acompañarme en mi búsqueda?

Elin era por completo consciente de lo que estaba haciendo: Perceval era un amigo, un compañero que la había ayudado y a quien tenía un gran aprecio, pero su postura era la de un hombre celoso que consideraba a Elin de su propiedad, como si ella no pudiera prodigar lazos con otras personas. No estaba dispuesta a dejar que eso ocurriera, así que optó por lanzar un pequeño dardo al corazón de Perceval, que cerró los ojos y adoptó una expresión dolida en el rostro, pero no dijo nada.

—No haya nada que me hiciera más feliz que acompañaros, dama Elin —dijo Niall, poniéndose en pie, para concluir—: Juro que seré vuestro más fiel compañero de armas.

El Bello, que no había salido trasquilado al no abrir la boca, soltó un nuevo bufido.

Elin miró al caballero con curiosidad. La situación, tenía que reconocerlo, le hacía gracia. Había detectado una punzada de celos en la voz de Perceval, y no se resistió a comportarse de forma traviesa, diciendo:

—Sir Niall, vuestra petición me ha conmovido. Os concedo vuestro deseo, podéis acompañarme. Mas os digo, caballero, que quizá tengamos que enfrentarnos a fuerzas oscuras… —Elin concluyó levantando el índice de forma dramática, pensando en las batallas que habían tenido que librar hasta el momento.

—Ni malvados asesinos ni terribles monstruos me apartarán de vuestro lado, dama Elin. Sabed que mi espada estará junto a la vuestra por muy complicada que sea la tarea. Aquí os juro, teniendo a Dios por testigo, que no desfalleceré ayudándoos en esta búsqueda que habéis emprendido.

Incapaz de aguantarse las ganas de hablar, Perceval dijo alterado:

—¿Acaso sabéis de qué aventura estamos hablando? —Aunque cerró la boca a tiempo, sin duda se quedó con las ganas de añadir “botarate” u otra lindeza.

—No me es necesario, caballero —replicó Niall, mirándolo con dureza—. Es mi deseo acompañar a la dama Elin…

—Deseo concedido, os digo —lo interrumpió la joven, molesta por el hecho de que ambos estuvieran hablando de algo cuya decisión, en realidad, a ella competía—. Desmontad vuestro pabellón lo antes posible y continuemos nuestro camino, pues nos restan todavía cuatro jornadas para llegar a destino.

—No os preocupéis por mi tienda, dama Elin —dijo Niall—. En mi montura llevaré cuanto necesita un caballero andante y nada más. Que el cielo estrellado sea mi techumbre al dormir y la comida aquello que cacemos por el camino…

—Si habéis terminado de decir idioteces —apuntó Perceval con acritud—, el camino nos espera.

Esa vez, Elin no dijo nada, aguantándose una risita, y los cuatro no del todo bien avenidos caballeros retomaron la senda que les llevaría a la villa del Cabo de las Almas Dichosas.

Esa noche, tras horas de cabalgadura animada por una plácida conversación en la que el nuevo integrante del grupo demostró tener talento para los más variados temas que tocaron, hicieron un fuego en el que asaron la pieza que un rato antes se habían cobrado. Entre bocado y bocado, Niall, sentado junto a Elin —pues había sido rápido a la hora de coger el sitio junto a la hoguera—, seguía demostrando su capacidad para la conversación, trufando sus frases con graciosas anécdotas de sus correrías e incluso atreviéndose a cantar alguna estrofa de moda en, según decía, el país de los francos.

Los cuatro permanecieron despiertos hasta altas horas, si bien la diversión fue más patente en los rostros de unos que de otros. Al final, sería el Bello quien, sin abandonar la expresión hosca que ornaba su rostro desde hacía horas, dijera que debían descansar pues, en caso contrario, serían incapaces de permanecer sobre sus monturas al día siguiente.

El resto del viaje transcurrió de la misma manera, con Niall comportándose como un galante caballero que entretenía a Elin con su conversación plagada de lindas palabras y hermosas anécdotas, mientras Perceval y el Bello permanecían retrasados, sumidos en un silencio lleno de resquemor por quien, creían, había robado el corazón de la dama Elin nada más llegar a su lado.

Lo cierto era que Elin respondía de manera positiva al guapo caballero, y a ojos de los otros dos parecía que se hubiera prendado de él, mas en el corazón de la joven no había sitio para tales sentimientos. Si hubieran sabido lo que ella pensaba, se habrían dado de golpetazos contra un árbol al creer que Elin era una dama tan superficial.

Si bien, por desgracia para ellos, también hubieran comprendido que en sus pensamientos tampoco había sitio para ellos. Ni Niall, ni Perceval, ni el Bello Desconocido. La mente de Elin, toda la fuerza de su espíritu en realidad, se encontraba centrada en una cosa, una tarea que había asumido como propia, en parte carga heredada por su familia, en parte escogida con libertad siguiendo las leyes por las que la Tabla Redonda se regía: Elin desentrañaría el misterio de su abuela Ula, y acabaría con el rey de los elfos de un solo golpe. O en los que hicieran falta.

Mientras tanto, nada había de malo en comportarse de modo amistoso con quienes, a fin de cuentas, eran sus compañeros de viaje.

—¡Helo ahí! —exclamó Niall, señalando al fin tras muchas leguas cabalgadas hacia una construcción algo ruinosa pero que, en tiempos, debía haber sido una hermosa villa al estilo romano enclavada junto a una zona acantilada. El olor a la sal marina les había acompañado desde que salió el sol ese día, y el rumor de las olas rompiendo con fiereza muchos pies por debajo de ellos creaba un ambiente extraño, casi mágico.

—¿Acaso sabéis también de geografía? —preguntó Perceval tirando de las riendas de su caballo para pararlo junto al de Niall.

Este se giró y, sonriente, dijo:

—Algo conozco de estas tierras, amigo mío. —Suspiró y miró hacia delante levantando la barbilla—. Cuando fui un niño, recorrí buena parte de esta costa. Así que, en efecto, sé que esto es el Cabo de las Almas Dichosas.

»Por lo que esa debe ser vuestra villa, dama Elin —concluyó girándose hacia ella.

Elin asintió, sabiendo en su fuero interno que Niall estaba en lo cierto. Era una cuestión instintiva, por supuesto, al no haber sabido nada de esa villa hasta que Firdánir la mencionó, pero tenía la completa seguridad de que estaban ante su destino. Hizo avanzar a Perlita y los hombres la siguieron en silencio, escuchándose solo el chacolotear de los cascos de los caballos.

La villa tenía una amplia porción de tierra despejada en rededor, que quizá, en sus buenos tiempos, hubiera sido dedicada a tareas de cultivo; en ese momento, no obstante, más bien parecía un erial pedregoso en el que muy pocas plantas —algún arbusto bajo de raquítico aspecto— crecían. Parecía como si una catástrofe se hubiera abatido sobre la zona, dado que no hacía mucho Elin y sus compañeros cabalgaban entre hileras de árboles recios y llenos de frutos así como de parcelas trabajadas por afanosos campesinos. Había un camino en el que aún se apreciaban los trabajos que en su día se hicieron para marcarlo, pues había trozos en los que la tierra desnuda dejaba ver alguna que otra losa de piedra. Por desgracia para ellos, lo que en su día fue un firme pavimento, presentaba numerosas irregularidades y tenían que manejar a sus monturas con sumo cuidado, para que estas no tuvieran ningún percance.

—Es probable que los labriegos hayan aprovechado las piedras de la calzada —especuló el Bello meditabundo—. A fin de cuentas, nadie parece vivir desde hace tiempo en la casa.

En efecto, la morada, una construcción rectangular de tamaño respetable, parecía abandonada hacía tiempo, y Elin se maravilló ante la rapidez con la que la naturaleza puede volver a adueñarse de aquello que los humanos dejan vacío: pese a la escasa vida que rodeaba la villa, las paredes de la casa mostraban el reinado de hiedras que parecían abrazar los muros demostrando que eran de su sola propiedad, y la techumbre presentaba zonas en las que las tejas se habían derrumbado al interior por la falta de mantenimiento. Era, de todas todas, una ruina, y la joven hizo una mueca de dolor al pensar en que ahí había vivido su abuela, a quien nunca conoció, en su exilio autoimpuesto.

Entraron en la solitaria morada y recorrieron sus estancias maravillándose de los frescos que aún se adivinaban pintados en las paredes: allá donde la hiedra no había logrado hacerse dueña y señora, vieron amables escenas de danza y diversión realizadas con vivos colores. El rojo predominaba dando un aspecto vivo y festivo a las pinturas, pero en vez de sentir alegría, Elin descubrió que la tristeza se apoderaba de ella al pensar en quienes un día vivieron en la villa. Su abuela, a quien nunca conoció, había habitado entre esas paredes tras escapar de las garras del rey de los elfos, y la joven se preguntó si tuvo una vida tan dichosa como reflejaban los frescos o si, por el contrario, añoraba el mundo que había dejado atrás.

—¿En qué pensáis? —le preguntó Niall al verla parada frente a una de las paredes decoradas con expresión meditabunda.

—En nada… no, no es cierto —rectificó Elin—. En mi abuela.

—¿Qué recuerdos guardáis de ella?

—Ninguno. No la conocí —respondió ella un tanto tajante. Se giró hacia él e hizo un amago de sonrisa antes de decir—: Lo poco que sé de ella, lo he sabido en los últimos tiempos.

Niall iba a decir algo, pero Perceval silbó para llamar la atención de los presentes y señaló una trampilla en el suelo que había descubierto tras despejar la maleza que cubría la portezuela de madera. Era un rectángulo lo bastante ancho como para que cupiese una persona por él, y el caballero dijo:

—Un acceso al sótano, sin duda. ¿Bajamos?

—Bajamos —respondió Elin acercándose mientras Perceval tiraba de un agujero que permitía levantar la madera.

—Otro viaje subterráneo —bromeó Elin recuperando su habitual alegría juvenil. Perceval se encogió de hombros y miró hacia abajo. La luz que se filtraba desde el exterior era límpida y potente, por lo que las sombras del hueco quedaban diluidas permitiendo ver que una vieja escalera de madera se apoyaba contra la tierra excavada para poder acceder al sótano, del que surgía una atmósfera húmeda y fresca.

Fue Elin la que primero descendió, sin permitir en absoluto que otro la adelantara y, tras prender una tea que improvisaron con una rama, echó un vistazo en rededor viendo…

Nada.

Lo que había creído sería una estancia subterránea, quizá una bodega, era en realidad poco más que un cuadrado de tres pasos de lado, un zulo excavado directamente en el suelo y con la tierra apuntalada por unos pocos maderos que evitaban que se derrumbara. Elin especuló que podía tratarse de un escondite en el que deslizarse para poder escapar de quien llegara a la villa con aviesas intenciones, pero el curso de sus pensamientos se vio interrumpido por la pregunta de Niall:

—¿Qué veis, dama Elin?

Por toda respuesta, volvió a subir la escalera y, con gesto adusto, respondió que no había nada de interés. Lo que fuera que tenían que buscar —la joven recordaba a la perfección que el medallón, según le dijo Firdánir, era la llave, por lo que imaginaba que sería un cofre, una puerta, algo con cerradura— no estaba escondido bajo el suelo. Se dejó caer y comenzó a cavilar cuál podría ser la respuesta al misterio; sus ojos se fijaron en la pintura que había frente a ella y dio un respingo, entendiéndolo.

Señaló a la pared y, con voz emocionada, dijo:

—¡Los frescos! ¡Los frescos son la clave!

—¿Qué queréis decir, dama Elin? —preguntó Perceval mirándola intrigado.

La joven movió la mano como pidiéndole silencio y se acercó con pasos raudos hasta la pared hasta casi pegar la cara en el dibujo de una mujer vestida con túnica vaporosa que danzaba con aspecto feliz y risueño. Elin dio unos golpecitos en la zona del cuello de la figura y se volvió hacia sus tres compañeros sonriendo.

Ellos vieron lo que quería decir: aunque la pintura estaba un tanto descascarillada por el paso del tiempo y la falta de cuidados, se veía a la perfección la gargantilla que lucía la mujer pintada, y de ella…

—¡Es la joya de vuestro medallón! —exclamó el Bello levantándose de un salto.

—Es cierto. —Perceval también se levantó e indicaba otra mujer dibujada en la pared—. ¡Y mirad! ¡También esa figura lo luce!

Elin se acarició el mentón mirando a un lado y a otro, sabiendo qué buscar; había varias figuras en la sala cuyos cuellos estaban ornados por la joya que pendía de su propio collar, bien en hermosas gargantillas de plata, bien en cadenas de eslabones dorados. La joya, el medallón que Merlín le había dado y Firdánir dijo perteneció a su abuela, era la constante en todas esas figuras, como si hubiera sido traspasado de una a otra. Como si fuera el lazo que unía a un linaje que llegara hasta ella.

—Creo… —Su voz sonó débil por la emoción que la embargaba—. Creo que son mis antepasadas.

El Bello, junto a ella, asintió en silencio y posó la mano con suavidad en el hombro de Elin, quien lo miró con ojos húmedos.

—No quiero parecer descortés —dijo Niall rompiendo el momento—, pero ¿en qué nos ayuda eso?

—Algo es algo, caballero. —Perceval, girándose, se encaró con él y en su rostro había cierta ira mal reprimida—. Los misterios se han de resolver paso a paso…

—¡Y he ahí el siguiente! —exclamó Elin dichosa—. ¡Mirad en ese otro fresco! Esa mujer no lleva joyas al cuello, mas la porta en la mano. ¡Y mirad qué hace con ella!

—¿Está… posando la joya sobre una caja? —continuó, aunque dudando, el Bello.

—¡Un joyero! —Elin corrió hacia el dibujo y se acuclilló para verlo con mayor detalle—. ¡Es un joyero!

Se sacó el collar mientras seguía contemplando el fresco y apretó el puño cuando tuvo la joya en la palma, como si temiera que, habiendo descubierto que se trataba de una suerte de llave, pudiera volatilizarse. Con voz grave, añadió:

—Debemos encontrar ese joyero.

De inmediato los cuatro volvieron a recorrer la casa de cabo a rabo sin dejar ni un resquicio por mirar, sabiendo ahora cuál era el objetivo de su búsqueda. Sin embargo, dos batidas después, se reunieron en el atrio de la villa con gesto desanimado.

—¿Nada? —preguntó Elin. Los caballeros negaron con la cabeza abatidos—. Quizá no esté en la casa, quizá…

—Es posible que fuera enterrado en las cercanías —comentó el Bello cabizbajo.

—O que alguna de las oleadas invasoras de Vortingern lo robara —apostilló Perceval.

Ninguna de las dos opciones era buena, pues implicaba que la caja, contuviera lo que contuviese, estaría perdida casi con toda irremediabilidad. Sin embargo, Elin no estaba dispuesta a rendirse y dijo forzando una sonrisa optimista:

—Descansemos esta noche, amigos míos. Pronto el sol se pondrá y necesitamos un buen sueño reparador. Mañana seguiremos pensando en esto y… ¡seguro que algo se nos ocurre!

Alentados por su buena disposición, los tres aprobaron las palabras de la joven y se dispusieron a tomar un bocado antes de dormir.

Tras debatirlo unos instantes, llegaron a la conclusión de que montar guardia no era necesario: dormirían en el interior de la villa, en distintas estancias que aún conservaban el techo en buen estado, pero próximas, por si acaso. No creían que en tan apartado lugar fueran a tener ningún problema.

Así, Elin se tendió sobre la misma manta que utilizaba para que Perlita no tuviera roces con la silla de montar, durmiéndose en cuanto cerró los ojos. Llevaría un par de horas cuando algo, una brizna de viento quizá, la despertó.

Lo primero que identificó fue un olor como a jazmín, agradable aunque algo empalagoso, y desvió la mirada —todavía algo perdida entre las nieblas del sueño— hacia la arcada que daba paso a la habitación, donde creyó vislumbrar un tenue fulgor verdoso. Incorporándose con lentitud, obligó a sus sentidos a entrar en alerta, previendo que algo estaba a punto de ocurrir. Sin apartar los ojos de la entrada, tanteó el suelo hasta cerrar la mano con firmeza sobre el pomo de su espada y se levantó con el mayor silencio del que fue capaz.

El acero salió con un siseo de su vaina.

Avanzó de puntillas sintiendo el frescor de las losas del suelo allá donde el pavimento de la villa permanecía inalterado, y una corriente de aire, al salir al atrio, hizo que la blusa ancha que vestía —la ropa que llevaba debajo de su armadura— se hinchara confiriéndole un cómico aspecto; manoteó para devolverla a su sitio y metió su parte inferior por dentro de las calzas de montar, fijándose a la vez que el resplandor esmeralda provenía del otro lado de la casa. Por supuesto, se dirigió hacia allí.

Empujó el filo de una de las pocas puertas que quedaban en pie en la villa con la punta de la espada y avanzó con paso decidido al interior dispuesta a descargar el arma contra quien quiera que fuese que se encontrara en el interior de la sala. Sin embargo, no pudo hacer otra cosa que quedar paralizada, boquiabierta, al contemplar la figura de una hermosa, altísima y esbelta mujer rodeada de un halo como un fuego verde que dañaba la vista al posar los ojos en él mucho tiempo. No pudiendo decidir qué hacer, Elin permaneció en el umbral con la espada adelantada, pero antes de poder decir nada, la figura habló con una voz etérea:

—Nada temas de mí. No deseo haceros daño a ninguno.

—¿Quién sois? —preguntó Elin, aunque conocía la respuesta: se había fijado en el medallón que colgaba al cuello de la mujer.

—Soy tu abuela, Ula.

Elin bajó la espada poco a poco hasta que apoyó su punta en el suelo.

—¿Cómo es… posible? —inquirió.

—He cruzado océanos de tiempo para verte, Elin —respondió a modo de extraña explicación—. Gran parte de mi vida cobra sentido en este momento. Mi exilio, el amor que di, la hija que tuve… todo.

Elin se encontraba como hechizada. Una y otra vez se admiraba al contemplar los hermosos y grandes ojos azules que rezumaban paz, las orejas apuntadas que asomaban entre los rizos de oro, los labios finos que parecían, aun cuando hablaban, curvados en perpetua sonrisa…

—Abuela…

—Elin, cariño. —La mujer extendió los brazos y la joven, llorando como una chiquilla, se arrojó entre ellos tras soltar la espada. El acero levantó ecos al chocar contra el suelo, pero Elin no lo oyó al estar todo su ser concentrado en captar todo el amor que la espectral figura le daba.

Ula era tangible, no una aparición al uso, producto de la magia atesorada por su pueblo durante eones, que se había desplazado, tal y como había dicho, a través del tiempo para abrazar a su descendiente. Sus delicadas manos de largos dedos blancos como el alabastro acariciaban el cabello de Elin mientras esta lloraba, mezclando el dolor por la pérdida de su familia y el consuelo por encontrar alguien que le estaba demostrando un amor más poderoso que la muerte.

—Abuela… —Era incapaz de decir otra cosa. Ula la acariciaba y besaba sin cesar y Elin se encontraba mejor que nunca en mucho tiempo, poseída por una paz y un cariño que jamás pensó volvería a sentir.

Pero todo debe terminar.

Ula, con suavidad, la apartó de su pecho y colocó el índice bajo la barbilla de su nieta para que esta la mirara a los ojos. Un tanto borrosa por el mar de lágrimas que derramaba, la miró mientras ella decía:

—No tengo mucho tiempo, cariño. He estado esperándote muchas noches desde mi propio tiempo, y las energías se me agotan: busca el joyero del fresco, Elin. —La joven asintió, dando a entender que había entendido esa parte del enigma—. En su interior hay un mapa, el mapa más importante de cuantos hayan existido.

»Debo irme. —Ula la empujó un poco más, creando mayor distancia entre ellas, pero todavía dulcificó más su sonrisa cuando dijo—: Siempre estaré en tu corazón, Elin. Busca en el sótano. Ahí lo enterré, a salvo de ojos indiscretos. Usa el mapa, cariño.

Y en un pestañeo, Ula dejó de estar frente a Elin.

La joven notó los ojos anegados en lágrimas. Aunque no la había conocido, el breve momento pasado con su abuela la había llenado de ternura y amor, último representante de una familia que había perdido para siempre. Daba igual que solo hubiera sido una aparición, o una proyección mágica, o cualquier otra cosa que Elin no entendía: lo importante era que había sido Ula misma quien la había hablado, y eso ella no lo olvidaría mientras viviera.

Secándose las lágrimas que le corrían por el rostro, se dirigió con pasos raudos a la oquedad del suelo, dispuesta a encontrar, en ese mismo momento, el joyero oculto, aquello que había ido a buscar por indicación de Firdánir. Pensar en él, muerto bajo el terrible peso de la criatura en el mundo de los elfos, le hizo sentir una nueva punzada de dolor, pero se recompuso con rapidez y, tragando saliva, descendió al pequeño sótano, al escondrijo.

Ni se le había pasado por la cabeza avisar a ninguno de sus compañeros.

Lo que sí había recogido era su yelmo, que pensaba utilizar a modo de pala al recordar que el suelo del sótano era de mera tierra apisonada, por lo que podría cavar sin problemas. Al ser un sitio tan pequeño, confiaba también en no gastar mucho tiempo —y energías— buscando el tesoro enterrado.

La fortuna estuvo de su parte.

No llevaba mucho rato con la tarea cuando el borde del casco golpeó en algo sólido. Había abierto tres pequeños agujeros en el suelo apartando la tierra y formando montones con ella, como una minera aficionada o una niña que jugara en la playa, y el sonido del metal contra metal la hizo sonreír. Duplicó sus esfuerzos y velocidad y remató su labor de excavación apartando la tierra que cubría el joyero con las manos, levantándolo y llevándolo ante sus ojos para captar los detalles de la caja a pesar de que la luz que llegaba desde arriba, en plena noche, era muy tenue.

Así, adivinó, más que vio, una caja que parecía ser de plata —pues los brillos que arrancó a la escasa luz de la luna le resultaron argentinos, aunque sabía que, de ser enterrado, cualquier objeto de este metal se ennegrecía—, un poco más grande que su mano, con cuatro graciosas volutas a modo de patas y una figura labrada en la tapa que, de inmediato, supo que se correspondía con su medallón.

Loca de alegría, ascendió la escala para abrir el joyero y descubrir los secretos que en él se contenían. Un mapa, le había dicho Ula. Recordó las palabras de Firdánir sobre la pasión cartógrafa que a su familia consumía y dedujo que lo que había escondido su abuela debía ser una acumulación de los saberes geográficos acumulados a lo largo de generaciones… aunque no se explicaba cómo podrían caber lo que suponía serían cientos de planos en tan reducido espacio.

Deseosa de desentrañar el misterio, se quitó el medallón del cuello una vez hubo subido y, cerca de la zona del atrio que más luz lunar recibía, lo encajó en el bajorrelieve.

Se oyó un chasquido, como de un mecanismo que entra en funcionamiento, y la tapa comenzó a abrirse de forma parsimoniosa.

Por desgracia para Elin, no llegó a ver qué era lo que había en la caja.

Sin percatarse de quién, sin haberlo escuchado, alguien se deslizó subrepticio a su espalda y la golpeó con la empuñadura de su espada en la parte superior de la cabeza, un golpe tan fuerte que la sumió de inmediato en la más profunda de las negruras tras un alfilerazo de dolor incandescente.

—¡Elin! ¡Elin!

La voz le llegaba a través de una densa oscuridad de la que, por mucha fuerza de voluntad que ponía, no podía desprenderse. Notaba el rostro húmedo, como si le hubieran tirado un balde por encima, y un zarandeo para intentar devolverla a la consciencia, aunque ejecutado con suavidad.

—¡Elin! ¿Estás bien? —Era la voz de Perceval, a quien por fin reconocía.

Abrió los ojos con lentitud, sintiendo que tenía los párpados hechos de plomo, y el mundo pareció dar vueltas en torno a ella. Tuvo un mareo y náuseas, pero, pestañeó para aclararse, la casa pareció asentarse: el techo de la habitación en la que estaba ocupó su sitio y se quedó, por fin, quieto.

—¿Qué ha…? —comenzó la joven, pero tenía la lengua tan pastosa y torpe que no pudo terminar la pregunta.

—Silencio, silencio —ordenó con suavidad el caballero mientras tendía la mano a un lado. El Bello le alcanzó una jarra con agua y Elin dio un par de sorbos; pareció que era la mejor bebida que jamás se llevara a la boca.

—Sabía que ese rufián, ese… traidorzuelo del tres al cuarto no era de fiar. ¡Lo sabía! —El Bello daba vueltas por la estancia, tan pequeña que solo le permitía dar un par de pasos y girar sobre sí mismo con aire de león enjaulado y enfurecido.

—¿Qué tal la cabeza, Elin? ¿Os duele? —Perceval mostraba una franca preocupación al mirarla.

Ella se tocó la parte posterior del cráneo y sintió dolor al pasar la mano allá donde la habían golpeado. Tenía una pequeña brecha por la que había manado la sangre apegotonando el pelo en rededor.

—Estoy… bien —respondió Elin forzando una sonrisa que más bien pareció una mueca de cansancio—. ¿Estáis seguros de…?

—¿De qué? —preguntó el Bello tras lanzar un bufido—. ¿De si ha sido ese malandrín? ¡Por supuesto que ha sido él! ¿Quién si no?

—Ha desaparecido —explicó Perceval suspirando mientras el otro caballero continuaba farfullando imprecaciones—. Al despertar, hemos visto que ninguno de los dos estabais en vuestras alcobas, así que, cuando os vimos a vos desfallecida en medio del atrio, supusimos lo peor… Por fortuna, parece que ha sido un golpe sin más consecuencias que un chichón.

—Tengo… la cabeza dura —dijo ella bromeando, aunque con una mueca de dolor al comenzar a incorporarse.

—Sí, de eso damos fe en toda Camelot. —Perceval la ayudó a ponerse en pie y, cuando ella comenzó a manotearse el cuello, dijo—: ¿Qué ocurre?

—¡El medallón! —En la voz de Elin había auténtica urgencia y pavor—. ¡No está! ¡Se lo ha llevado! ¡Oh, no, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Qué… qué ocurre? —preguntó el Bello, que estaba atento por si desfallecía para sujetarla.

—¡Se ha llevado la caja y la llave, caballeros! ¡Tiene lo que hemos venido a buscar y lo que lo abre!

—¿Os referís…?

—Sí, Perceval —dijo ella—. Encontré el joyero. Estaba ahí. —Elin señaló al pequeño sótano junto a ella—. Pero, antes de poder abrir la caja… me golpearon.

—¡Maldito ladrón cobarde y ruin! —exclamó el Bello, volviendo a sus insultos, golpeando con fuerza una pared de la que se desprendió una capa de cal.

—¡Debemos darle caza! ¡No puede irse con el mapa!

—¿Mapa? —preguntó Perceval intrigado.

—Ula… vi a Ula en sueños. Mi abuela se me apareció y me dijo dónde encontrar la caja. Me dijo que en su interior había un mapa.

—Pero… ¿acaso Niall sabía algo de aquello a lo que tu familia… élfica se dedicaba?

—Creo… —Elin enrojeció y bajó la vista avergonzada, como si confesara un terrible secreto—. Creo que pude ser algo indiscreta y contarle…

—¡Argh! —gritó el Bello interrumpiéndola.

Perceval, no obstante, le puso la mano en el hombro con ademán tranquilizador y dijo:

—Salgamos cuanto antes. Tenemos que cazar una rata.

El Bello se puso en cabeza aduciendo que era el mejor rastreador de todos ellos, y Elin le dejó hacer con un asentimiento de cabeza. Según les dijo, confiaba en encontrar huellas en la tierra que rodeaba la villa abandonada, para así, cuando menos, saber qué dirección había tomado el rastrero Niall.

—¿Y si busca engañarnos cambiando de dirección más adelante? —preguntó Perceval. El Bello no tuvo respuesta y se encogió de hombros observando con atención el suelo. No obstante, dijo—: Al menos, no se le ha ocurrido espantar a nuestros caballos.

En efecto, las monturas, salvo la utilizada por Niall, se encontraban cerca del lugar donde las habían dejado, en una zona cercana a la villa donde había unas hierbas que pastar. Cogiéndolas por las riendas, dejaron que el Bello buscara rastros en silencio.

—Aquí veo huellas de cascos —dijo tras un rato con el ceño fruncido—. Parece haber ido en esa dirección. —Señaló al este de forma un tanto desmañada—. Al principio, cabalgó despacio, pero luego la distancia entre las pisadas del animal se alargan.

—Lo hizo correr —sentenció Elin y el Bello asintió. Dijo luego—: Quiere sacarnos la mayor ventaja posible.

—Lo normal en estos casos —respondió Perceval refunfuñando. No se aguantaba más las ganas de echar en cara la mala idea que había sido dejar a Niall que los acompañara—. Sabía que no debíamos aceptarle en el…

—¿En el grupo? —Elin lo preguntó volviéndose hacia él con un brillo furibundo en los ojos—. Caballero, sé que ha sido un error por mi parte. Lo reconozco. Me duele la equivocación, y no solo por el golpe que ese traidor me ha propinado, pero lo hecho, hecho está. Será mejor que guardemos las recriminaciones para más adelante y pongamos todas nuestras energías en darle alcance.

Perceval no pudo dejar de replicar y, elevando la voz, dijo.

—Dama Elin, en muchas ocasiones nos hemos visto envueltos en peligros por vuestro mal juicio. Una cosa es arriesgar la vida por el honor, por Camelot y el rey, y otra es hacerlo por… por…

—¿Por el qué, a ver? ¡Decidlo! —Con los brazos en jarras, Elin lo retó.

—¡Por una mocosa malcriada y sin talento! —estalló él por fin, la cara enrojecida por el enfado.

El Bello Desconocido los miró y lanzó un suspiro de hartazgo, mas decidió no entrometerse y seguir buscando las huellas de Niall, avanzando unos cuantos pasos por delante de ellos, que optaron por seguir discutiendo dando rienda suelta a la frustración que sentían:

—¿¡Así que eso soy para vos!? ¿¡Una chiquilla tonta!?

—¡Como tal os comportáis! —replicó Perceval.

—¡No decíais eso cuando os derroté! —gritó ella.

Perceval no se dejó achantar:

—¡Ganasteis gracias a esa… hechicería! ¡Reconoced que no fue en buena lid!

—¿Que yo…? —Elin, furiosa, le propinó una sonora bofetada. La palmada acalló la discusión y Perceval se frotó la mejilla, que ya empezaba a mostrar un tono carmesí.

El caballero apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea y, entre dientes, dijo:

—Muy bien, dama Elin. —La joven temblaba, pero sus ojos echaban chispas—. Os he acompañado hasta la villa siguiendo las órdenes de mi señor Arturo. Pero, a partir de ahora, deshacer el entuerto en que vos misma os habéis metido es cosa vuestra.

»Que Dios os guarde y guíe.

Envarado y con paso seguro, se colocó en el flanco de su caballo y saltó ágil a la grupa de este, haciéndolo lanzarse a un galope frenético. Cuando pasó al lado del Bello Desconocido, solo le dedicó un breve ademán con la mano como despedida, y este volvió a suspirar al ver que su reducido grupo había quedado todavía más mermado.

Con el mentón apuntando al cielo, llena de orgullo herido, Elin montó a Perlita y, con la voz más serena que pudo poner pese a que la rabia la dominaba adivinándose en su tono cierto temblor, dijo:

—¿Podemos seguir el rastro, Bello Desconocido?

—Así es, dama Elin —contestó él subiendo al caballo también él—. Cabalgad detrás de mí a unos cuantos pasos, por si he de volver atrás para recuperarlo.

Ella asintió e hizo lo que le decía. Conforme avanzaban, a un trote más bien ligero dado que el Bello era formidable rastreando, capaz incluso de seguir un rastro que hubiese detectado desde el caballo, la joven rumiaba una y otra vez la discusión habida con Perceval. Seguía sintiéndose furiosa, pero, a la vez, dolida y con la impresión de haber sido traicionada. Del mismo modo, se recriminaba su brusquedad y la bofetada que la había propinado, por completo fuera de lugar. Examinaba sus sentimientos, y pensaba que en el arranque de ira que ambos habían demostrado había algo… algo más que una discusión por una cuestión de orgullos heridos y recriminaciones hechas por los errores cometidos.

Alzando la voz para que la oyera por encima del chacolotear de los caballos, dijo al Bello:

—¿Me he comportado mal?

El caballero detuvo al caballo con un suave tirón de riendas y, apoyándose en el fuste, giró su cuerpo hasta mostrarle la cara, respondiendo:

—Tanto vos como ser Perceval habéis mostrado el ardor de la sangre propia de… jóvenes enamorados. —Esto último lo dijo haciendo una mueca, pues no era mucha la edad que lo separaba a él mismo de la de Perceval.

—¿Enam…? ¡¿Qué decís!? —protestó Elin echándose hacia atrás, como esquivando un golpe.

—Dama Elin… —Su voz era la de un tutor explicando a su displicente chiquillo la manera correcta de traducir a César—. Hay que ser ciego o estúpido para no ver que los ojos de ambos sueltan chispas cuando miran al otro. Sin que os deis cuenta, y lo mismo le ocurre a Perceval, os embobáis mirándolo cuando este no os ve y disimuláis con rapidez si él se gira hacia vos. En más de una ocasión he oído al caballero suspirar y vuestro nombre ha escapado de sus labios entre sueños más veces que comidas he tomado desde que os conoce.

»Es inútil negarlo, dama Elin. —Levantó la mano para evitar que ella lo interrumpiese, pues había abierto la boca para hacerlo—. No, como os digo, no soy ciego ni estúpido. Y si en un principio vuestra belleza y lozanía también a mí me deslumbraron, lo que siente Perceval por vos es mucho más profundo que las grutas en las que Merlín de vez en cuando se adentra para recoger sus ingredientes.

—¡Pero yo no lo amo! —protestó ella, aunque con mayor debilidad de la que hubiera querido.

—Seguid contándoos eso si os place, mas contáoslo cabalgando, o el rastro de Niall se enfriará y todo esto no habrá servido para nada.

Sin decir más, apuró al caballo con un golpe de seco de talones y continuó cabalgando, dejando a Elin con la palabra en la boca, optando por no retomar la conversación. Una calandria llenó el vacío que produjeron las voces al callar con su hermoso canto y la joven siguió al Bello con lágrimas luchando por aflorar en sus ojos. Lo que el caballero le había dicho, ahora lo veía, era verdad, y ella pensó que se había mostrado tan cruel que jamás, nunca jamás, volvería él a mirarla a los ojos. Se preguntó por qué, si su rebeldía y espíritu libre hicieron que se enfrentara a sus propios padres cuando estos quisieron prometerla contra su voluntad, se sentía entonces como si el corazón fuera a salírsele del pecho: ¿acaso no era lo mismo? ¿Acaso no había pensado siempre que dar su vida y su cuerpo a un hombre era sacrificar su propia libertad?

¿O quizá no?


5 respuestas a “El romance del falso caballero: capítulo 8

  1. Esos momentos cuando la verdad te golpea como un… Bueno, como un golpe en la cabeza, un dicho bastante acertado al parecer. Sólo me quedo con una inquietud… me hubiese gustado leer al menos parte de la gran verborrea del supuesto ladrón más que sólo enterarme por los comentarios de su merced narrador.

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      1. Si, me pasa con muchos de los abandonados que tengo por ahí. Eso de las incongruencias es una enfermedad persistente.

        Cuando Elin va con Niall delante nos pone el texto que él joven es un orador dotado, pero no nos muestra que es lo que le dice.

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