La ciudad de plata: La pira

LA PIRASabías-que-las-brujas-4-300x200.jpg

Si he entrado en el interior de la humilde casa, ha sido porque la señorita Biharda me ha convencido, con su voz pacífica y su aspecto inocente, de que nada malo puede ocurrirme en un interior tan oscuro que es asfixiante, pegajoso y caluroso.

—¡Señorita! —grito. Lo que abandona mis labios casi más parece una súplica desgarrada de auxilio que otra cosa—. ¡Señorita Biharda! ¿Dónde está?

Extiendo las manos frente a mí, incapaz de penetrar con mis pobres ojos de primate la negrura que me rodea y oprime. Noto el corazón latiendo desenfrenado y obligo a mis piernas a pivotar, girando sobre mí mismo, para salir de este lugar aterrador.

Detrás de mí no hay puerta.

Como si nunca la hubiera habido. El rectángulo que debería existir ahí, dejando pasar la luz del exterior, ha desaparecido. Lanzo un aullido de desesperación e imagino que quizá pase el resto de mis días encerrado, asustado, olvidado, hasta que llegue el día de mi muerte.

Algo me toca el hombro.

Doy un salto y grito de nuevo, pero es la señorita Biharda, quien habla junto a mi oído:

—No tenga miedo, señor. Nada puede hacerle daño aquí. Está bajo mi protección —sentencia.

—¿Por qué… está todo tan oscuro? —El miedo comienza a remitir cuando ella, como si viera a la perfección en la oscuridad, me toma las manos con suavidad y las lleva a sus labios, besando las puntas de mis dedos.

—Sígame, señor —ordena, sin soltarme la mano, guiándome en mi ceguera por un suelo que a mis pasos se descubre como firme y regular, sin una imperfección que pudiera causarme una caída—. No estamos lejos.

—¿Lejos? ¿Lejos de…?

—Silencio ahora, señor. —Lo dice con la autoridad de las madres al regañar a sus chiquillos—. No deben oírle.

No pregunto qué puede oírme, porque estoy seguro de que la respuesta dará forma a los temores primigenios que todos los humanos sentimos en la noche más oscura, recuerdos atávicos compartidos desde el alba de los tiempos, cuando nuestros ancestros eran poco más que monos que no habían dominado el fuego y criaturas mucho más poderosas que ellos les daban caza.

El camino, aunque parece durar una eternidad, no es muy largo en realidad, y un fogonazo —que me obliga a taparme los ojos con la mano suelta y me deja los sentidos aturdidos por unos instantes— marca la transición a una zona diferente de este sitio extraño, salvaje e ignotp.

Me encuentro en una habitación grande y redonda, cuyas paredes se curvan conforme ascienden para acabar en una cúpula abierta en su centro por la que se escapa el humo de una enorme pira colocada en mitad de la estancia. La señorita Biharda continúa junto a mí, contemplando el fuego danzarín. Del cuerpo anaranjado escapan de vez en cuando pavesas cuya vida fuera del cuerpo principal de la hoguera es más breve que la del más fugaz de los insectos. También yo poso mi vista en el fuego, hipnotizado por el baile de las llamas.

Y veo que en su interior no solo está ardiendo madera.

Hay un cuerpo sobre el montón de leña en combustión, un cuerpo despojado ya de toda vida, ennegrecido y arrugado, pero reconocible a todas luces como humano, que ha perecido atado a una estaca, al estilo de las quemas de brujas del pasado de mi mundo.

Para mi sorpresa, no me provoca horror. Ni siquiera una ligera molestia mental. Me limito a dejar pasar el tiempo conforme el fuego va mermando su fuerza y, cuando quedan poco más que brasas, la señorita Biharda me dice:

—Hemos de continuar, señor.

—¿Qué había hecho? —pregunto, sintiendo curiosidad por el condenado—. ¿Cuál fue su delito?

—No logró salir de esta casa, señor, y pidió que le dieran muerte.

La respuesta de la señorita Biharda es extraña, demencial, pero no me resulta fuera de lugar en un mundo que tiene tantas diferencias con el mío. La lógica aquí es diferente, pero el terror me llega cuando mi compañera, con una enorme sonrisa en su rostro, me pregunta:

—¿Sabrá usted salir de aquí, señor?


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