Ruidos en el ático

Es todo un placer para mí presentaros un relato corto del buen amigo que comenté hace unos posts y que forma parte de la plantilla del Estudio de Escritura de Zaragoza, Raúl Lahoz. Ruidos en el ático es una de sus obras, y aunque no forma parte de sus dos antologías publicadas (1), aprovecho para decir que, si os gusta, podéis conseguir sus libros escribiéndole a raulreturns@gmail.com

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Estos son los dos libros de Raúl

Ahí va.

RUIDOS EN EL ÁTICO

Josh cerró suavemente la puerta de la calle, para no hacer ruido. En el reloj de la cocina marcaban las doce y media de la noche. Depositó su cartera en una silla para después colocar en un jarrón de cristal vacío las flores que había comprado en el aeropuerto.

Tras dejar el centro de flores en medio de la isla de la cocina, subió despacio las escaleras, como un gato, esperando que Malcolm, su pareja, estuviera ya dormido. Pero no lo estaba. Cuando llegó a su dormitorio, vio una pequeña luz que se asomaba por la rendija de la puerta entreabierta. Dentro se oían voces, acompañadas por gemidos ocasionales. No estaba solo.

El joven ejecutivo se quedó estupefacto, sin poder hacer nada más que mirar petrificado como su novio estaba haciendo el amor con otro hombre, al que de primeras no reconoció. En un cambio de postura pudo identificarlo: era Alberto, el ex-novio cubano de Malcolm.

No supo que hacer. Dejarlos en paz, entrar y ponerse a gritar o bajar la cocina y coger un cuchillo.

No —pensó—. Haz lo que sabes que tienes que hacer y ya está.

Al momento, abrió la puerta, dejando estupefactos a los amantes.

Hola, ¿interrumpo algo importante?

No pudo evitar la sorna.

¡Coño, que susto! —soltó Malcolm, que se encontraba sentado sobre el otro hombre.

El mismo que me he llevado yo al venir a casa —respondió Josh—. No te esperabas que volviese un día antes del viaje, ¿no, cabronazo?

Habrá sido una corriente, tranquilo —le calmó Alberto—. Ahora cierro la puerta.

Pero —Josh se quedó estupefacto—, ¿qué dices, so hijo de puta? Encima de que te tiras a mi marido, ahora resulta que soy invisible para ti, so cabrón. Tendría que abrirte la cabeza con mi bate de béisbol; demasiado bien me estoy portando para haberos pillado a los dos aquí follando como locos.

Malcolm salió de la cama, atravesó la habitación y el cuerpo de Josh y cerró la puerta del dormitorio. Volvió a la cama frotándose los hombros con las manos.

¿Qué te pasa? —le preguntó Alberto.

No, nada, que he tenido un escalofrío, como una extraña sensación. Me ha parecido oler la colonia de Josh. Chico, que cosa más rara. Me ha dejado mal cuerpo.

Tranquilo —le cogió la mano mientras miraba su entrepierna—. Seguro que se me ocurre algo para volver a calentarte, cielo.

No —le apartó la mano dulcemente pero con firmeza—. No me apetece ahora, la verdad.

Malcolm se tumbó en la cama mientras que su amante, con una pequeña mueca de desaprobación, lo abrazaba.

En el otro lado de la habitación, Josh lloraba profusamente. Empezó a recordar cosas: el aterrizaje del avión, recoger su coche del aparcamiento del aeropuerto, la lluvia de camino a casa, intentar frenar en una curva, el volante desobedeciendo sus indicaciones y la caída por un barranco durante lo que pareció una eternidad. Lo siguiente que recordó era estar abriendo la puerta de su casa. Topó su espalda contra la pared, para ir deslizándose poco a poco hasta dar con el suelo y quedarse en cuclillas, sin parar de llorar y lamentarse.

De repente, el sonido del teléfono de la mesilla sobresaltó a todos los presentes. Malcolm contestó. Los dos testigos de la escena estaban atentos.

¿Quién es? Sí, soy yo, agente. Sí, lo conozco. No, no, es mi pareja, no mi amigo, ¿por qué, pasa algo? Vale, ahora iré, pero por favor, dígame que ha pasado, se lo suplico. Oh, Dios mío. No puede ser, no me lo creo. Sí, sí, ahora voy para allí.

Malcolm colgó el teléfono e irrumpió a llorar desconsoladamente. Alberto se acercó a consolarlo, abrazándole. Josh se puso en pie, y tragó saliva o por lo menos hizo el gesto correspondiente a dicha acción.

Ha —las palabras le salían lentas, como petróleo—, ha tenido un accidente. Josh. Una curva la tomó recta y cayó por un barranco de diez metros y tengo que ir a la comisaría para que me den los detalles y…

En ese momento su voz se quebró y, abrazado a su amante, continuó llorando amargamente. Josh se acercó a consolarlo, pero cuando quiso tocarle, su mano atravesó el hombro de su amado. Amargado, la retiró.

A los pocos minutos, Josh se encontraba en el desván de la casa, un sitio donde guardaban los trastos viejos, los juegos de pesas y los álbumes de fotos. Estaba sentado en un viejo baúl herencia de su padre mientras jugaba pasándose de una mano a otra el jarrón con flores que había dejado en la cocina. Al principio iba lento, mientras recordaba sus mejores momentos con Malcolm, pero después subió el ritmo, al rememorar su accidente y la sorpresa al encontrarse a los amantes. Tampoco paraba de oír las voces que venían del dormitorio, una desconsolada y otra tranquilizadora. Hastiado, lanzó el jarrón contra la pared opuesta, estallando en decenas de trozos. Los pétalos de las rosas y las margaritas se desparramaron, como si estas quisieran cubrir todo el lugar.

Las voces de abajo cesaron. Una luz subía por las escaleras que daban al desván. Era Alberto, con una linterna, mientras Josh estaba en el piso de abajo.

¿Qué ha pasado? —preguntó.

Nada, se ha debido de caer un jarrón viejo que tenías aquí. No te preocupes, ya lo recogeré luego, cuando volvamos de la comisaría, cielo.

Josh se echó a llorar.

No lo entiendo —siguió martirizándose—. Él era siempre tan prudente conduciendo. Tan prudente para todo. Es imposible, no puede haberle pasado a él.

Alberto, mientras bajaba las escaleras, intentó consolar a su amante.

Pequeño, no te tortures. Esas cosas nos pasan hasta a los que conducimos vehículos todos los días. Te fallan los frenos o cualquier otra cosa del coche, te pilla desprevenido y viene un accidente. Venga, vamos a la comisaría. Además, igual sólo está inconsciente y es para reconocerle o…

Su voz se apagaba a medida que iban bajando a coger el coche del garaje. Josh no sabía qué hacer. Aquí no había ni túnel de luz ni ángel de la guarda que le dijera cuál era su siguiente paso en la otra vida. Estuvo pensando durante un rato y finalmente decidió ir también a la comisaría.

Igual Alberto —pensó— tenía razón y esto es sólo una pesadilla o un viaje astral de esos que salen en las películas mientras estoy inconsciente o en coma. Tengo que averiguarlo.

No sabe cuánto le costó, pero cuando quiso darse cuenta estaba en la puerta de la comisaría del distrito de Queens, en Nueva York. Empezó a mirar por pasillos y puertas, hasta que reconoció la voz de su pareja detrás de una puerta. Tuvo una extraña y un poco desagradable experiencia al atravesar la pared para entrar en la habitación. Allí estaba una policía de raza negra con un dossier en su mano izquierda, mientras que con la derecha tecleaba en su ordenador. Alberto, sentado al lado de Josh, intentaba consolarlo.

Bueno, ya tenemos todos los datos necesarios. Si quiere puede pasar ahora a identificarle, o si prefiere puede esperar a que lo hagan sus padres cuando vuelvan de Vancouver, lo que usted desee. Comprendería que no quiera hacerlo todavía, ha sido un duro golpe para usted. ¿Quiere tomar algo? Le puedo traer un café o una Pepsi.

No, gracias —Malcolm tragó saliva—. Sólo quiero saber cómo fue. Me parece imposible que algo así le pasara a él. Por favor, dígamelo. Peor ya no puedo estar.

Me lo puedo imaginar, pero es información confidencial. Normalmente no se dicen los asuntos relativos a un caso cuando hay una investigación en curso. Cuando el juez lo decida, podrá saber, si aún lo desea, algunos datos del expediente.

Se lo ruego, por favor. Soy abogado y sé que va en contra de sus ordenanzas, pero creo que me quedaría más tranquilo —suplicó Malcolm.

Josh se colocó detrás de la agente para poder ver mejor la cara, angustiada y rota, de su pareja. A pesar de todo, estaba orgulloso de él. Le vino un ataque de celos al ver como Alberto acariciaba su mano nerviosamente, parecía que se la iba a desgastar.

Ya le digo —continuó la joven agente— que lo siento, pero no puedo ni debo. Me puede costar una sanción tremenda. Comprendo su dolor, le repito, pero la respuesta es no. Lo sabrá en unos días. Ahora lo más importante es llorar su pérdida con sus seres queridos.

Que zorra —digo Josh sabedor de que no la oiría—, tampoco te costaría tanto, joder. Si además tienes el dossier en la pantalla, hasta yo puedo mirarlo.

El difunto miró la ficha abierta por la agente y se quedó estupefacto al mirar el recuadro donde señalaba las causas del accidente. Su estupor fue pasando por varias fases hasta llegar a la ira.

No —gritó—. Hijo de la gran puta, lo sabías, lo sabías.

Ciego de rabia, empezó a chillar, pero ninguno más en la habitación se perturbó. Debido al cabreo, Josh pegó un manotazo al monitor plano y este salió despedido al otro lado de la mesa, justo en el regazo de Malcolm. Todos se quedaron sorprendidos y no reaccionaron.

El primero en hacerlo fue Malcolm, que lo colocó en su sitio. Dio la casualidad que la pantalla se quedó encarada hacia él y la curiosidad le pudo. La policía, al ver como leía, giró rápidamente el monitor, aunque ya era demasiado tarde.

No ha visto nada, ¿me entiende? Si dice algo, me juego la cabeza.

Fueron los frenos, fueron los frenos —repetía Malcolm.

Sí, bueno, por favor, cállese y no diga nada, ¿OK?

Fueron los frenos, fueron los frenos.

Sí, cielo —intervino Alberto mientras le cogía de los hombros para levantarlo—. Venga, vayámonos a casa y allí te preparo algo caliente e intentas dormir algo.

Malcolm se soltó bruscamente del abrazo.

Hijo de la gran puta, fuiste tú. Tú lo mataste.

Todos los allí presentes, menos Josh, que simuló una sonrisa de complicidad, se quedaron de piedra.

¿Qué dices, cielo?

Me lo has dicho hace una hora —le acusaba con un dedo— mientras bajabas de la buhardilla. Que el accidente debía de haber sido por los frenos, que puede pasar. Pero ni siquiera yo sabía la causa. Tú eres un mecánico cojonudo, siempre haces alarde de eso.

Estás loco, tío. No dices más que tonterías. Encima que vengo a apoyarte. Hala, ahí te quedas.

Espere, espere —la agente se levantó mientras Alberto empezaba a salir por la puerta—. Vuelva aquí y siéntese, que tenemos que hablar un momento.

Alberto, visiblemente nervioso, se pasó la lengua por el labio inferior y de súbito empezó a correr hacia la salida. La policía gritó para que lo detuvieran.

Un par de horas después, un coche de policía se detuvo delante de la casa de Josh. Este vio, a través de la ventana del ático, como Malcolm se bajaba de él. Al rato escuchó como hacía toda una serie de rituales mecánicos antes de meterse en la cama. Josh se quedó ojeando viejos álbumes de fotos. Estaba mirando las de un viaje a Tenerife, cuando una luz le sorprendió. Era su pareja, con un recogedor y una escoba. Tras localizar el jarrón roto, empezó a recoger los pétalos y los trozos de cristal.

No puede ser —dijo en voz alta mientras acariciaba una rosa—. Estas flores son frescas, de hoy mismo.

Miró de un lado para otro hasta que localizó en el suelo el álbum de fotos abierto. Se acercó a él y lo empezó a hojear, sin saber que Josh estaba enfrente suya, mirándole con ternura. Malcolm se echó a llorar, llegando a moquear un poco. Se limpió con la manga del pijama y aspiró algo de aire. Entonces le vino el olor. La colonia.

¿Estás aquí, cariño? —Preguntó en voz baja, con miedo, mirando a todos los lados.

De repente, el álbum se volvió a abrir en una página. Allí las fotos mostraban a los dos hombres en actitud cariñosa en un viaje a San Francisco. Malcolm no paraba de llorar, mientras una sonrisa se le marcaba de oreja a oreja.

Una semana después, Malcolm estaba sentado apoyado en el viejo baúl, con Josh a su lado.

¿Te acuerdas de esta? —Le preguntó mientras señalaba una foto—. Me enfadé contigo porque estabas borracho ya a las siete de la tarde.

Sí, madre mía, no sé cómo no me detuvo la policía por escándalo público. Me bañé en pelotas en la fuente de la rotonda.

Eso no me lo habías contado nunca, perro.

Se rieron los dos a carcajada limpia. Tras medio minuto de risas, Malcolm se puso serio.

Josh, cariño, ¿me puedes perdonar?

Este se quedó perplejo.

Claro que sí, cielo, es agua pasada. Ese cabrón estará para siempre entre rejas y tú y yo juntos. Todo está bien si acaba bien, ¿no?

No lo decía por los cuernos que te puse, si no por eso —señaló hacia su espalda.

Josh se volvió para ver el cuerpo sin vida de Malcolm balanceándose en el ático a merced de la soga que lleva atada al cuello.

Ah, bueno. Sigo diciendo que igual no debiste hacerlo. Pero ahora mismo no me importa, la verdad. Me interesan más otras cosas —sonrió.

¿Cómo qué?

Por ejemplo… ¿Podemos los fantasmas hacer el amor?

Malcolm se echó a reír.

Es interesante esa cuestión, cariño —le empezó a acariciar—. Pero, ¿y si viene alguien y nos oye?

Josh le devolvió una sonrisa maliciosa.

No te preocupes, para ellos solamente seremos unos ruidos en el ático.


1: Ruidos en el ático y Voces en el ático


8 respuestas a “Ruidos en el ático

  1. Es un relato divertido y contado de una manera estupenda. Las historias de fantasmas siempre «pagan», decimos por aquí. Raúl es un verdadero literato. Vos (tú) también.

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    1. Mil gracias, Lucía, haré llegar tus felicitaciones a Raúl. La mayor parte de sus relatos giran en torno al misterio, unos argumentos cercanos al terror pero contados con bastante sensibilidad. ¡Se alegrará mucho! 🙂

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