El romance del falso caballero: capítulo 3

Para quien guste de leerlo todo seguido en vez de por entregas, aquí va el tercer capítulo. ¡Que lo disfrutéis!


CAPÍTULO 3

 La joven alcanzó a Perceval en la linde del bosque, justo donde los árboles comenzaban a proyectar las sombras de sus copas sobre el camino. El estrépito de la galopada, seguido del relincho de alivio de Perla al frenar, provocó que una bandada de grajos alzaran el vuelo, asustados. El sol arrancaba destellos de la bruñida coraza de Perceval; miró a Elin con sorpresa, relajando su postura al reconocerla. Por un instante, había creído que algún demente con ganas de morir se lanzaba contra él, un caballero de la Tabla Redonda armado hasta los dientes.

Perceval soltó la empuñadura de su espada. Había sacado un palmo de acero de la vaina por si acaso.

–¿Se puede saber qué estáis haciendo? –Elin se irguió intentando parecer más amenazadora. El caballero se rascó la coronilla y empezó a tirar de las riendas para que su montura esquivara a Perla–. ¿Que qué hacéis, os digo?

Perceval torció el gesto, como quien soporta a duras penas el estallido de rabia infantil de un niño. Con voz grave, dijo:

–Esta no es aventura para vos, dama Elin.

–¿Que no…? –Elin tenía ganas de darle un sopapo–. Para empezar, ¿a qué aventura os referís? ¿Acaso no ha hablado Merlín con vos?

–Por supuesto que lo ha hecho. –Los cuervos volvieron a posarse en las ramas, fijando con interés sus ojillos oscuros en la pareja–. Y no puedo permitir que vayáis al pantano de Genindas.

«Genindas» –Elin se lo repitió mentalmente unas cuantas veces para memorizarlo.

–¿Y eso por qué, si puede saberse? –dijo.

–Bien… por dos razones. –Con aire de suficiencia, Perceval levantó la mano diestra cerrada en un puño, y levantó el pulgar–. Primero. Porque ni siquiera demostráis ser capaz de pertrecharos para recorrer los caminos.

–¿¡Qué…!?

La exclamación de Elin murió antes de ser emitida. Cayó en la cuenta de lo que le decía Perceval. De lo que le restregaba, más bien. Por fortuna, antes de empezar a buscar con denuedo al caballero, había vuelto a cambiarse de ropa trocando el vestido por un traje más adecuado para ir correteando por los pasillos de Camelot, o la cara de Perceval hubiera sido una máscara de completa chufla. «Y llevo la espada al cinto» –pensó aliviada.

–Y en segundo lugar –sentenció él, extendiendo el índice entonces–, ya se me dijo en su día que sería tarea mía, y solo mía, encontrar el Santo Grial…

–¿El Grial? –La cara de Elin fue todo un poema en el que se mezclaban estrofas de asombro, versos de extrañeza y rimas de confusión–. ¿Quién está hablando del Grial?

Perceval meneó la cabeza, sin responder.

–De todos modos –continuó Elin–, ¿acaso no he demostrado mi valía al combatir con vos? Y venceros, he de añadir por si no lo recordáis…

–Lo recuerdo. –Perceval soltó una risita sarcástica–. Como también recuerdo que ibais enfundada en una coraza. Lo que nos devuelve al punto primero.

Elin miró al cielo. Los cuervos graznaron de tal modo que a la joven le parecieron carcajadas. Suspiró. Volvió a suspirar con fuerza. Y echó mano de la testarudez que desde pequeña había mostrado cuando sus padres intentaban que hiciera algo en contra de sus deseos.

–Haced lo que queráis, caballero. –La altivez fue la nota dominante en su voz–. Yo voy al castillo del barón Melquíades y no podéis impedirlo. Y de ahí, al pantano de Genindas. –Lo había conseguido memorizar.

–Como deseéis –respondió él encogiéndose de hombros. Hizo que su caballo emprendiera un trote suave y Elin se colocó a la par del caballero, mirando al frente con la cabeza bien alta. No le dirigió una sola palabra hasta que divisaron la mole fortificada del barón.

Enclavada en lo alto de una loma, de esas que salpican el paisaje cercano a Camelot y que en tiempos estuvieron cubiertas de hierba feraz y pequeños arbolillos, el castillo de Melquíades era una construcción rotunda, circular, de gruesos sillares encajados con el ojo experto de los más avezados ingenieros. Se decía de ella que el mismo César dio el visto bueno a los planos para erigirla, justo el día anterior a la fatídica visita al Senado que acabó con su vida.

El pueblo, sin nombre como tantos otros, se extendía a sus pies y era tan pequeño que el barón decidió, poco después de hereder el título de su padre, extender la fortificación en un arco que acogió las chozas de los herreros, ebanistas, albañiles y campesinos. Vivían de este modo protegidos por la sombra del gran castillo y disfrutaban de una vida en paz, trabajando cada uno según su oficio.

–¡Chist!

–¡A mí no me chistéis! –bufó Elin–. Ni siquiera estoy hablando…

–Callad, os digo. –Susurrando, Perceval se llevó un labio a los dedos, mirándola con dureza. Tan ensimismados estaban en su propio enfado, culpando cada cual al otro de cabezonería, que no se habían percatado de la inexistencia de siquiera un solo movimiento en los alrededores del castillo–. No hay labriegos cultivando los campos.

Elin miró hacia donde le indicaba el caballero. En efecto, nadie trabajaba en las parcelas, cuyas espigas de trigo maduro rielaban agitándose al compás de una leve brisa que llevaba el olor del mar lejano.

–No se oye nada –dijo Elin, presa de la inquietud–. Ni risas de niños, ni gritos de hombres…

Perceval asintió e hizo que su caballo se detuviera. Se frotó el cuadrado mentón, pensativo, y miró a la joven torciendo el gesto.

–Aquí hay algo maléfico –dijo–. Lo noto.

–¿Lo notáis? –Elin enarcó una ceja. Perceval había logrado erigirse en el campeón del perogrullo ante sus ojos.

–Siempre he tenido afinidad con la magia. –La explicación le pareció a Elin puro pavoneo y se permitió una sonrisa. Mala afinidad demostró con ella al combatir–. Yo voy a entrar. No os recomiendo seguirme.

–¿Ya estamos otra vez, caballero?

–Es una recomendación… –Perceval agitó las manos frente a sí para calmar las aguas. No le sirvió de nada: Elin resopló ofendida y, sin decir nada más, hizo que Perla galopara hacia la entrada.

Suspirando ante su terquedad, Perceval la siguió con el tintineante sonido de las placas de su armadura rebotando una contra otra y llegó hasta el portón de entrada, donde la joven había detenido su carrera, mirando con ojos desorbitados hacia el interior del castillo.

–¿Qué es lo que…? –La pregunta murió en los labios de Perceval al ver lo que tenía acongojada a Elin. Una densa niebla negruzca lo impregnaba todo, pero su antinaturalidad se revelaba en la extraña forma que poseía, pues no parecía una manta que se hubiera colocado sobre la tierra, sino que en sus bordes se apreciaba un movimiento de ondulación, pareciendo a los dos caballeros que un trozo de mar legamoso hubiera sido trasladado frente a ellos, como cuando Moisés separó las aguas.

Con lentitud, no queriendo romper la fantasmal quietud que reinaba en el ambiente, Perceval descabalgó y sacó su arma entrecerrando los ojos, buscando rasgar la negrura que se desenvolvía ante ellos.

–¿Creéis que debemos acercarnos? –Elin hablaba en susurros, pero su voz pareció el retumbar de un trueno. No pudo evitar hacer un gesto con el que parecía pedir disculpas.

–Este es un misterio que hay que desentrañar –contestó el caballero. Se estaba acercando con pasos cautos, el acero por delante de él–. Es nuestra tarea.

–Bien. –Ella descabalgó y avanzó colocándose a su par. Perceval dejó atrás toda reticencia que había mostrado a la presencia de la joven. Más valían dos filos que uno solo.

Con la punta del arma, Perceval rasgó la cortina ondulante de tinieblas, que pareció lanzar un suspiro, un susurro.

–Es como humo –comentó ella.

–No huele a nada, sin embargo.

–Y no desprende calor. No hay fuego cerca. –Ahora que lo decía, se dio cuenta del frescor que reinaba en el patio del castillo, en claro contraste con la agradable y luminosa mañana bajo la que habían cabalgado hasta llegar al sitio.

–Entremos –dijo Perceval con gesto decidido, justo antes de calarse el yelmo.

Elin se frotó el ojo izquierdo un tanto dubitativa, pero asintió y traspasó con la mano la extraña cortina. Sintió que el frío aumentaba al tocarla y reprimió un temblor involuntario, no sabiendo bien si era de miedo. Un jirón de niebla se desprendió de la masa al dar un manotazo, pero volvió a incorporarse a la misma enseguida.

Perceval ya estaba dentro y Elin decidió no dudar más.

Era arrojada como el que más.

Una vez rodeada por completo por la negra bruma, se extrañó al comprobar que podía ver. Las imágenes cercanas resultaban difuminadas, como si un dibujante hubiera decidido que sus contornos no quedaran claros para el ojo, pero pasada la confusión inicial, tuvo idea cabal de lo que había alrededor suyo.

Elin bajó la vista al notar que la mano libre de Perceval, enguantada en acero, se posaba sobre la suya. Para su propia sorpresa no la apartó y, de manera inconsciente, apretó un poco los dedos en torno a los suyos.

El caballero apuntó con la espada hacia delante y ella asintió, comprendiendo que debían ir hacia la construcción central del castillo de Melquíades, un edificio de tres plantas con techumbre de madera y puerta gruesa de roble labrado con imágenes de seres que resultaban repulsivos a la vista dado lo depravado del comportamiento que mostraban.

–Este no es el castillo del barón –masculló Perceval.

–¿Habíais estado antes?

–Una vez. Pero no era…

–Quizá es un edificio nuevo –aventuró Elin.

–No. –Perceval enfatizó su negación con la cabeza y tocó con su espada la madera de la puerta con gesto asqueado–. El barón es un hombre muy pío. Jamás habría dejado que estos… horrores adornaran la puerta de su casa.

–¿Dónde estamos, entonces? –Elin volvió a temblar y apartó la vista de la puerta labrada, mirando hacia una ventana cercana a través de la cual se filtraba un resplandor anaranjado.

–No lo sé, dama Elin. –Chascó la lengua mientras Elin comenzaba a sacar su arma–. Pero estad preparada para cualquier…

Perceval fue interrumpido por el ruido de cristales al hacerse añicos. La ventana que estaba contemplando Elin saltó hecha pedazos que cayeron sobre el suelo de piedra con un ruido que reverberó en el ambiente. Ambos giraron sus espadas, colocándose en guardia por instinto, y vieron con terror cómo una criatura simiesca, roja como el fuego, salía por el vano mostrando unos dientes puntiagudos en una sonrisa sin labios.

Aún no se habían recuperado de la impresión que supuso ver al demonio –Elin no podía pensar en la criatura como otra cosa–, cuando otras ventanas del edificio estallaron y por cada una de ellas surgió otro ser que parecía hermano del primero. Todos ellos desnudos salvo por un tosco taparrabos de cuero basto, los contemplaban con ojillos pequeños que destilaban maldad asesina.

Cinco.

Eran cinco, y avanzaron encorvados, las anchas manos en las que terminaban sus largos brazos apoyadas en el suelo, como monos infernales. El grito de Perceval, pleno de autoridad, hizo que la joven sacudiera la cabeza, saliendo del aturdimiento en que la había sumido la visión:

–¡Espalda contra espalda, Elin! ¡Espalda contra espalda!

Elin obedeció de inmediato. El caballero tenía más experiencia en lides que ella, y dejó que tomara la iniciativa. Era una situación muy diferente a la que había vivido con el que ahora era su compañero de armas al luchar en el patio de Camelot, pues ninguno de los dos había corrido riesgo de morir. Ni siquiera lo podía comparar con su batalla con Tremolgón, pues la furia y el dolor de perder a su familia ante sus ojos la habían espoleado en el combate.

En ese momento, sin embargo, Elin era consciente por completo de la inminencia de la muerte en un lugar extraño, ajeno al mundo que conocía, y entendía de modo instintivo que no era la primera vez que Perceval se encontraba en un brete así.

Por lo que pegó su espalda a la del caballero, dejando que los demonios se acercaran, enarbolando la espada frente a ella, dispuesta a clavar su punta en los cuerpos que se les abalanzaban.

Perceval gruñó tras ella comenzando el baile de chispas, acero y sangre, y se oyó un alarido inhumano: había cobrado su primera presa. Elin miró al ser que se le acercaba por su izquierda, el primero de los que habían salido de la casa; había trazado un pequeño arco desplazándose con la intención de atacarla por el flanco. La joven lo previó y dio un par de zancadas justo en dirección contraria, hacia el otro demonio, que le sacaba una cabeza. Utilizando su arma como ariete, cargó con toda la fuerza que pudo y el demonio, sorprendido, apenas pudo echarse a un lado para evitar recibir la estocada en pleno pecho. El acero mordió la carne del brazo y una sangre roja, brillante como los rubíes más puros, se derramó a lo largo del filo de Elin.

Su contrincante manoteó desequilibrado, pero no logró evitar a la joven, que se agachó con agilidad y evitó los zarpazos que arañaron el aire. Aunque desde una posición un tanto incómoda, consiguió lanzar un tajo que hirió a la criatura en la pierna, arrancándole un buen pedazo de carne y músculo.

El demonio cayó al suelo sujetándose la pierna, chillando de dolor.

De inmediato, se dio la vuelta para enfrentarse a su segundo enemigo, pero este había sido muy rápido y descargó un golpe contra el costado de Elin, que sintió cómo el aire se escapaba de sus pulmones. Trastabillando tres o cuatro pasos, hizo como pudo para sujetar la espada frente a sí en una rudimentaria guardia que se probó ineficaz cuando el demonio consiguió conectar un puñetazo contra el brazo izquierdo, que de inmediato le quedó entumecido.

Apretando los dientes para evitar gritar por el dolor, Elin se preguntó por qué su capacidad no había entrado en acción, por qué el mundo y sus habitantes no se habían convertido en seres que se movían como en melaza permitiéndole tener una mayor ventaja en combate, pero no pudo reflexionar mucho sobre ello al ver, casi de casualidad, que la criatura le lanzaba otro golpe.

Dirigido a su cabeza.

Esta vez, Elin sí pudo reaccionar y se echó a un lado, agitando la espada de nuevo sin lograr alcanzar su objetivo. Los giros del combate habían hecho que pudiera contemplar cómo, al fondo, Perceval estaba trabado en combate con un único ser, ya caídos sus otros dos enemigos.

Otro golpe del demonio. Otro más. Y un tercero en rápida sucesión. Elin apenas podía esquivarlos; sentía la cabeza embotada, un cansancio terrible en los miembros, y hasta el peso de su liviana espada le resultaba insoportable. Seguía moviéndose por inercia, recordando los consejos de lucha de su tutor de esgrima, pero no creía que fuera a salir con vida de…

Un nuevo estallido de dolor en el estómago. La criatura había atravesado otra vez su guardia y le había golpeado con brutalidad en el abdomen. Gritando, furiosa más allá de toda medida pero a la par asustada, Elin lanzó una patada desesperada contra su enemigo.

Que impactó contra la rodilla del demonio.

Se oyó un satisfactorio crujido y el ser, hasta hacía un momento convencido de su victoria, sintió temor, un temor que asomó a sus ojos desorbitados cuando vio el acero de Elin caer sobre él.

El arma entró en el cuello rojizo, y era tanta la furia nacida del puro cansancio y el ansia por sobrevivir de la joven, que salió por la nuca en una explosión de sangre. Un torrente rojizo cayó de la boca del demonio.

Elin había vencido, pero se sentía tan exhausta que no pudo hacer otra cosa que derrumbarse en el suelo, sin pensar siquiera en cómo le iba la batalla a Perceval.

La joven sintió la mano del caballero tocándola con suavidad en el hombro. Le estaba preguntando algo, pero solo fue a la tercera vez que lo dijo que se dio cuenta:

–¿Estáis herida, Elin?

–No, no. Estoy bien. –Elin mintió poniendo su mejor cara; aunque se sentía como si hubiese sido arrollada por un carro de ladrillos, no se permitió mostrar debilidad. Con esfuerzo, resoplando, se puso en pie–. Han sido unos pocos golpes, nada más.

Tras el caballero, los cadáveres de las criaturas con las que se había enfrentado eran testigos de la victoria de este. Antes de hacer otra cosa, Perceval clavó la espada con saña en el pecho del que tenía la rodilla reventada por gracia de la patada de Elin.

–Deberíamos entrar en la casa –dijo Perceval mirando al edificio con aire arrojado, el mentón enhiesto, los labios fruncidos–. Creo que ahí encontraremos respuestas.

–Dadme un minuto –pidió Elin frotándose el brazo, que empezaba a cosquillearle al circular de nuevo por él la sangre.

–Si queréis volver…

–No, no. Entremos.

Perceval, decidido ya a resolver el misterio del castillo de Melquíades, empujó la puerta, en la que no había pomo ni aldaba. No se movió, y el caballero masculló algo que mentaba a los demonios burlones que le contemplaban desde las tallas.

–Tendremos que entrar por la ventana –propuso Elin, dirigiéndose a la más cercana. Él asintió.

Con cuidado, la joven fue la primera en atravesarla y, desde el interior, tras echar un rápido vistazo y percatarse de que no había ningún enemigo cerca, ayudó a Perceval a pasar a lo que resultó ser una habitación cuadrada, de no muy gran tamaño, en la que se apiñaban contra la pared anaqueles con redomas, jarras y damajuanas. El centro de la estancia estaba ocupado por un atril, de esos mismos que en las iglesias sostienen los misales, pero que se encontraba vacío. Elin pensó en que sería muy raro que, de haber un libro sobre el mismo, fuera de carácter sacro.

–Parece un laboratorio –comentó Perceval, pensando en el lugar donde Merlín pasaba la mayor parte de su tiempo.

–Alquimia. Hechicería. –Elin se acercó a un estante y contempló los diversos líquidos que flotaban en los recipientes. En uno de ellos, oscuro como el carbón, creyó ver que algo se movía, pero no podría jurarlo.

–Mejor no tocamos nada –sugirió Perceval, dirigiéndose con cautela hacia la arcada del fondo que daba a un pasillo. El suelo era de piedra basta, sobre el que habían echado paja hacía tanto tiempo que estaba podrida, atufando a moho y acritud.

No se oía ni un sonido.

–No perdáis de vista las puertas. –Perceval se refería a las que se abrían a un lado y otro del pasillo, un pasillo tan largo que por un momento sintieron vértigos al pensar que no era posible que la casa pudiera albergar un corredor de ese tamaño.

Elin asintió cogiendo con fuerza su espada. Aunque aún sentía algo de dolor en el torso, se encontraba de nuevo dispuesta para el combate, preparada para cualquier enemigo que se le abalanzara.

–Esperad –dijo la joven, pasando los dedos por algo que había visto en las paredes encaladas–. Mirad esto.

Los dos contemplaron unos signos grabados.

–Son runas gaélicas –dijo Perceval en un susurro.

–¿Podéis leerlas? –El caballero sacudió la cabeza negándolo–. ¿Cómo sabéis entonces…?

–Mi padre, Pellinore, es un estudioso de todas las lenguas que en Europa se hablan. Intentó que yo sintiese el mismo amor que él por las letras y los símbolos, pero…

–Pero os interesaba más montar y luchar con espada. –Elin lo dijo sin maldad, con una sincera sonrisa, y Perceval rio bajito, mirándola con ojos amistosos.

–Tenéis razón, Elin. Pero soy capaz de reconocerlas. Algo se me quedó en esta cabezota.

La conversación de ambos quedó interrumpida por un golpetazo proveniente de uno de los pisos superiores.

–¿¡Qué…!? –exclamó Perceval dando un respingo–. ¡Ha sonado como si se derrumbara una atalaya de piedra!

Elin se lanzó a la carrera, sin reflexionar, hacia las escaleras que se veían un poco más adelante. Perceval intentó retenerla con la mano, pero la muchacha era rápida y, cuando pudo reaccionar, se encontraba fuera de su alcance.

–Maldita sea, chiquilla –masculló–. Vas a hacer que nos maten a los dos.

Para cuando Perceval llegó al pie de la escalera, Elin había subido… y descendido de nuevo. El caballero se echó a la izquierda con rapidez para evitar que la joven chocara contra él, pues llegaba bajando de dos en dos los escalones. Más rápida todavía de lo que los había subido.

Tras ella, una nube de polvo como una avalancha de nieve amenazaba con sepultarla.

–¡Atrás, Perceval! –gritaba–. ¡La casa se viene abajo!

El caballero reaccionó espoleado por la urgencia en la voz de Elin y la siguió con toda la velocidad que era capaz de imprimir a sus fuertes piernas; aun con el peso de la armadura, su resistencia y entrenamiento le permitieron no quedar en exceso rezagado mientras el estrépito continuaba en las plantas superiores. Elin, más ligera, estaba pugnando por abrir la puerta al fondo del largo corredor sin haber tenido tiempo para pensar que quizá estuviera cerrada, como había estado por fuera.

De hecho, aunque había pomo en este lado, por mucho que tirara o empujara la gruesa puerta no se abría.

–¡Apartad! –rugió Perceval, cargando con el hombro. Elin se pegó contra la pared al ver la mole brillante de placas de acero que se abalanzaba contra ella y la puerta no pudo aguantar la combinación de peso, fuerza y velocidad.

Desencajada, arrancada de sus bisagras, cayó unos cuantos pasos por delante de ellos tras lanzar un gemido agónico de astillas reventadas. Como pudo, Perceval mantuvo el equilibrio y logró no caer a tierra tras dar tres o cuatro pasos que parecían de beodo.

En cuanto Elin asomó la cabeza por la arcada practicada a la fuerza en la casa, se le quitaron por completo las ganas de preguntar a su compañero si se encontraba bien, pues temía que el impacto le hubiera desencajado el hombro.

–Por todos los santos… –La voz de la joven fue un susurro musitado con miedo al ver lo que ante ellos se erguía: un gigante como una montaña cuyo tamaño empequeñecía al del mismísimo Tremolgón, un coloso de las leyendas, un titán como aquellos de los que los antiguos cantaban con pavor soltó un bramido capaz de helar la sangre del más valiente miembro de la Tabla Redonda. Los dos lo miraron boquiabiertos, desorbitados, y esperaron que no fijase los tremendos ojos, brillantes con alfilerazos de luz rojiza bajo hirsutas cejas marrones, en ellos, que siguiera entretenido en la tarea que parecía absorberle. Una tarea que, por desgracia, todavía podría acabar con ellos muertos y aplastados.

Porque el gigante lanzaba enormes rocas, más grandes que un caballo, contra la casa que los dos acababan de abandonar. «De ahí el ruido de antes», pensó Perceval; el monstruo, espoleado por no se sabía qué razón, se estaba comportando como una catapulta de carne y hueso, y sus proyectiles habían arrancado de cuajo la parte superior del edificio.

–¡Corramos! –La orden de Elin hizo que Perceval se sacudiera el espanto y lo movió a actuar por fin para salvar la vida. Avanzaron entre las grises tinieblas, confiando en estar siguiendo el camino que les pusiera a salvo de esa locura, que les llevara hasta los caballos que habían dejado en el patio del castillo del barón.

Y el gigante se percató de su presencia, como cuando se aprecia con el rabillo del ojo el movimiento de una cucaracha que había permanecido quieta hasta entonces.

Un tremendo resplandor les obligó a cerrar los ojos. Las tinieblas fueron rasgadas por un destello blanquiazulado de gran potencia que dejó un olor similar al que hay en el ambiente cuando acaba una fuerte tormenta. Un relámpago había impactado en el pecho de la gargantuesca criatura, que se daba manotazos con expresión aturdida intentando apagar las llamitas que bordeaban el agujero abierto en su torso.

Lo intentaba sin saber que ya estaba muerto, pues el rayo había horadado su cuerpo destrozando el corazón. El gigante daba sus últimos estertores, justo antes de que sus ojos rodasen sobre sus órbitas y se derrumbara con el infernal sonido de un alud de piedras.

Elin miró con incredulidad al caído titán y se preguntó qué podía haber pasado. A su lado, el caballero se tapaba la boca, tan abierta que por ella habría cabido un ejército de moscas.

–¿Qué ha pasado? –preguntó él en voz bajita.

Por toda respuesta, Elin meneó la cabeza, pero vio que había una figura a lo lejos que parecía estar orlada de un aura azulada capaz de competir con la neblina reinante. Sujetaba un bulto de buen tamaño bajo el brazo, envuelto en un hato de lana, y sus largos cabellos morenos, cargados de electricidad, apuntaban revoltosos a lo alto.

Su vestido era del verde de la hierba.

–¡Morgana! –Elin gritó al reconocerla y empezó a andar hacia ella. La hechicera los miró y torció el gesto al ver al hombre, pero compuso una rápida sonrisa en su rostro cansado por la tremenda energía que acababa de liberar.

–Me preguntaba quién habría sido tan inconsciente como para entrar en este reino –le recriminó cuando ambas estuvieron cerca–. Caballero. –Meneó la cabeza como con desgana en dirección a Perceval.

–Creíamos que el barón –dijo Elin, sin percatarse de las cautelosas miradas que los otros dos se dirigían– corría peligro, así que…

–Así que os lanzasteis sin reflexión alguna por un portal a un sitio que os podría haber masticado, engullido y escupido vuestros huesos.

La cortante voz de Morgana hizo que la joven cerrara la boca de inmediato, cosa que aprovechó Perceval diciendo:

–Agradecemos vuestra ayuda, dama Morgana. Pero será mejor que volvamos a… ¿Inglaterra?

–Decís bien, Perceval –asintió ella–. No estáis en Inglaterra. O, al menos, no en la Inglaterra que conocéis.

–Es el reino de la gente hermosa. –Elin lo dijo en cuanto tuvo la intuición de haber traspasado la barrera existente entre el mundo de los humanos y los de más allá, tal y como contaban las leyendas.

–No son gente muy hermosa, en realidad –rio Morgana–. La mayoría son bastante horrorosos de contemplar. Cuando no directamente asquerosos.

»Mas dejemos para otro momento las explicaciones. Que de seguro me vais a hacer preguntas. –Elin asintió por reflejo, arrancando una sonrisa a la hechicera–. Abandonemos este lugar antes de…

–¿Y qué hay del barón? –preguntó Perceval envainando por fin la espada.

–¿El barón? ¿Cuál de todos ellos?

–¿Cómo que cual…?

Morgana soltó una carcajada que hizo que la cara del caballero se pusiera morada.

–Que cuál, os digo. Porque no tenéis que temer por ningún noble o plebeyo.

–¿Qué queréis decir? –Perceval entrecerró los ojos, pensando que Morgana se estaba riendo de él y que no le importaban para nada las vidas de sus compatriotas.

–Quiero decir, caballero, que el sitio por el que habéis entrado a este lugar no ha sido afectado por la presencia del portal.

–¿Portal?

–¡Por los dioses! –se exasperó ella–. ¿¡Es que voy a tener que explicaros todo, botarate!? Vayámonos de aquí, y cuando estemos seguros, os cuento qué habéis vivido.

–De acuerdo –dijo Elin, deseosa de no ver un conflicto estallando entre ambos.

Una nueva sorpresa aguardaba a Elin y Perceval, pues al abandonar el extraño lugar, no se encontraron en el punto por el que habían entrado. Se giraron confusos hacia Morgana, que los miraba con cierta condescendencia apoyada en uno de los muchos árboles de lisa corteza y frondosas copas de hojas ahusadas, buscando una explicación.

–¿Dónde estamos? –preguntó Elin. La hechicera soltó una risita y se sentó sobre una de las nudosas raíces del árbol, deslizando con parsimonia su espalda por el tronco–. Estas no son las tierras del barón…

–No lo son. –Con las piernas cruzadas, dejó el hato en su regazo y no dejaron de fijarse en que su forma era rectangular. Como la de los códices. La luz escarlata del atardecer incidía directamente sobre Morgana, jugueteando con sus hermosos rizos morenos, como revoloteando entre ellos–. Este es el Bosque de Genindas.

–¿Genindas? –preguntó Elin–. ¿Como el pantano?

–Hay un pantano hacia allá, en efecto. –Morgana movió la mano con displicencia en dirección norte–. Pero nunca lo he visitado. No me gusta la humedad, si he de seros sincera. –El guiño juguetón de su ojo izquierdo no pasó desapercibido para Perceval, que se adelantó un par de pasos.

–Dejaos de adivinanzas y juegos, Morgana –dijo–. Has prometido explicarnos qué ha pasado en… ¡ahí!

–Y lo voy a hacer, mi fogoso caballero.

Desmintiendo sus palabras, desenvolvió con cuidado el hato. Conforme un pliegue de tela era apartado, algo de la paciencia del hombre se agotaba. Elin, nada satisfecha con ninguno de los dos, tocó el brazo de Perceval llamando su atención, haciendo que se girara hacia ella.

–Pronto habrá anochecido. Deberíamos encender una hoguera.

–Es cierto –asintió Perceval–. Buscaré leña.

–Yo la prenderé –dijo en voz bajita Morgana, riendo. Las dos mujeres se quedaron solas, y el soniquete de las placas de acero de la coraza de Perceval fue acompañado por el tronchado de ramas que servirían como combustible.

–Lo estáis enfadando –advirtió Elin. Morgana se encogió de hombros y palmeó una raíz junto a ella, invitándola a sentarse–. Es un bravo caballero de la Tabla Redonda.

–Y vos también, Elin. ¿O me equivoco?

–No.

–Pero no deseáis arrancarme la cabeza, ¿a que no?

–¿Cómo? –Elin se removió inquieta, como si tuviera una avispa bajo la ropa, ante la pregunta de Morgana–. Perceval no…

–Perceval sí, niña. Y Kay. Y Gawain. Y Lanzarote ya puestos. Hasta los brutos de Ban y Bors aplaudirían si el buen Arturo me sentenciara a morir en la hoguera.

–No podéis estar hablando en serio –protestó Elin.

–No suelo bromear con cosas que tienen que ver con mi vida. Menos con las de mi muerte.

La joven contempló la cara de Morgana, ahora sumida en sombras. El sol se estaba ocultando con velocidad y pronto estarían rodeados de tinieblas.

–¿Cuánta leña cree ese bobo que necesitamos? –bufó la hechicera, abriendo el libro que había, por fin, desenvuelto–. Me gustaría empezar a leerlo hoy, no mañana.

–¿Qué es? –Elin señaló el grueso tomo encuadernado en piel teñida con un azul que recordaba a los lagos de las heladas montañas.

–Esto, Elin, es algo que he estado buscando mucho tiempo. Y que puede suponer la diferencia entre la pervivencia o la destrucción de Camelot.

Elin miró con interés las páginas, sin ningún tipo de disimulo, conforme la hechicera las pasaba deslizando el índice por su superficie, musitando algo en voz tan baja que la joven no alcanzaba a entenderla.

–¡Son los mismos dibujos que los de dentro de la casa! –exclamó al reconocerlos.

–Runas. Pero imagino que estás en lo cierto. –Morgana la miró entrecerrando los ojos, frunciendo el ceño pensativa–. Es la forma más común de escritura en el reino de… donde habéis estado hace poco. Dejémoslo así.

–¿Sabéis leerlo?

–Entre otras formas de escritura. –Pareció hincharse como un pavo, satisfecha consigo misma.

–¿Y qué es?

–Hum… Con que sepas que es un poderoso artefacto que permite crear puentes entre mundos, será suficiente. Por ahora al menos. –El tono de voz de Morgana no dejaba lugar a dudas: no diría ni una palabra más al respecto. Elin asintió–. Pero os prometí una explicación. –Elin volvió a asentir–. Y mis promesas las cumplo. Salvo cuando no conviene hacerlas.

La muchacha pasó por alto el último comentario:

–Explicaos entonces, por favor.

–Ahora bien, no me interrumpas, porque el memo de Perceval volverá en cualquier momento, y con contarle cualquier milonga se dará por satisfecho.

–¿Vais a mentirle?

–¿Qué acabo de decir, Elin? No me interrumpas si quieres saber qué pasa. –La joven bajó la cabeza avergonzada y apretó los labios todo lo que pudo–. Eso está mejor. Tú, Elin, posees sangre de elfa en tus venas. O nereida. O de alguna de esas criaturas de cuento. ¡Ah! Veo que no te sorprende. Tendrás que contarme desde cuándo lo sabes, porque creo que tu linaje te ha sido escamoteado, niña.

»Pero lo que no se puede ocultar es tu habilidad de plegar el tiempo, ¿verdad? –Elin abrió los ojos como platos–. Vi el combate que libraste con Perceval el mismo día de tu llegada a Camelot. Supongo que fui la única que se dio cuenta de con qué rapidez te moviste. A excepción de Merlín, por supuesto. Así que empecé a indagar sobre ti y tu familia, muchacha.

–No veo qué tiene que ver…

–Pues tiene mucho que ver, niña. –Morgana alzó la voz, molesta por la nueva interrupción–. No fue casualidad que el sátiro se abalanzase sobre ti en las cercanías del castillo. Te buscaba, Elin. Te buscaba a ti. Pero no para lo que imaginas, sino para devolverte a casa. Al hogar que muchos de ellos sostienen que es tu auténtico hogar, y así hacer que vuelva la heredera de la exiliada.

Elin sacudió la cabeza. Lo que le estaba contando la mujer no tenía pies ni cabeza y se levantó haciendo aspavientos. Morgana, con suma tranquilidad, hizo un gesto con la mano, un leve floreo de muñeca. De inmediato, Elin sintió que el mundo daba cien vueltas, se llevó la mano a la frente sintiendo un mareo, un vértigo, y volvió a sentarse esperando que pasara el vahído.

–Los moradores del otro mundo planean pasar a este, Elin. –Lo dijo en un susurro, como confiándole un secreto–. El suyo se les ha quedado pequeño.

»Mas callemos ahora. Que escucho que vuelve nuestro bravo caballero… y acompañado, por lo que parece.

En efecto, las dos mujeres vieron llegar hasta donde ellas estaban a Perceval junto al siempre sonriente, siempre galante, Bello Desconocido; en los brazos de ambos había un par de montones de leña seca.

–¡Dama Elin! –El afable saludo del Bello fue mucho más cálido que el que le dedicó a la hechicera–: Dama Morgana…

–Un placer veros también a vos, caballero. Ahora ya somos dos damas y dos hombres. –Miró con toda intención, levantando la barbilla, a Perceval–. Así no os sentiréis tan solo. –El aludido bufó y descargó la madera.

–La divina providencia ha querido que el caballero Perceval me encontrase –se explicó el Bello.

–Divisé el fuego que había encendido…

–Así que no tuvisteis más que seguir el resplandor anaranjado –dijo Morgana con acritud. Acto seguido, movió las dos manos en dirección a la leña. Que se prendió con un gemido, iluminando la escena–. Una gran labor de rastreador.

–Reíos lo que queráis… –comenzó Perceval.

–No, si no me río, caballero. Más bien creo que, en vez de la divina providencia de nuestro hermoso amigo, habrán sido las maquinaciones de alguien que gusta de túnicas y viste larga barba. ¿Me equivoco?

–Si os referís a Merlín –respondió el Bello, haciendo una reverencia bufonesca–, habéis acertado de pleno.

–Con lo que este bosque –dijo Morgana, mirando al cielo– está la mar de concurrido.

La noche transcurrió sin incidentes, tal y como Morgana predijo. Pese a que había asegurado a sus acompañantes que no había nada que temer, pues en caso de cualquier problema se daría cuenta de inmediato y los avisaría, Perceval no estaba convencido. Insistió en hacer la primera guardia con tal vehemencia que la hechicera se rindió suspirando; encogió los hombros y se apoyó en las nudosas raíces del árbol, sumiéndose en un profundo sueño del que no despertaría hasta que los primeros rayos de sol del nuevo día se filtraron por entre las ramas. Con los brazos cruzados sobre el libro, para que nadie tuviera la osadía de echarle un vistazo. Sobre todo, Elin.

La joven sin embargo se despertó una gran cantidad de veces, se removió inquieta, creyó escuchar un ejército de ranas y grillos que solo tenían una intención en la vida: no dejarla dormir en paz.

Así que, cuando se levantaron, era todo bostezos y ojos semicerrados.

–¿Y qué hacemos ahora? –Perceval miraba a un lado y otro, como esperando que una senda con letreros que indicara el camino a seguir apareciera por arte de magia ante sus ojos.

–Yo tengo que ir –dijo Elin ahogando el enésimo bostezo desde que se había puesto en pie– al pantano.

–¿Y qué se os ha perdido ahí, dama Elin? –El Bello se abrochó el tahalí, colgó la espada del mismo, la miró con dulzura, se alisó el fino cabello rubio.

–En realidad, no lo sé, caballero. –La gracia con la que habló Elin movió a Morgana a girar los ojos sobre sus órbitas, pensando en que suficiente tenían como para andar metidos en líos de amoríos–. Fue Merlín quien dijo…

–Merlín, Merlín… Ese viejo astucioso… –El Bello puso las manos tras la nuca, estirando la espalda–. Siempre anda metido en…

–Más bien metiendo las narices –interrumpió Morgana, cansada de tanto diálogo fútil–. Dijisteis ayer que fue Merlín quien dijo que vinierais por estos lares, ¿cierto, Bello?

–Cierto es.

–¿Y para qué, en nombre de Lug, os dijo tal cosa?

–Dijo que podría recuperar mi nombre, dama Morgana.

–¿Vuestro nombre? –preguntó Elin con inocencia. Perceval asistía al diálogo mascando un trozo de cuero crudo.

–¿Acaso imaginas, niña, que se llama Bello Desconocido? ¿Que sus padres fueron tan patanes como para llamarle de tal modo?

–No, no… –Elin se arreboló avergonzada. Morgana era dura con las palabras que le dedicaba.

–Tal fue el apodo que nuestro señor Arturo me puso al llegar a Camelot, dama Elin. No sé de mi linaje, pero algún día recuperaré la memoria.

–Y el título y tierras, si tenéis suerte –rezongó Morgana–. ¿Y cómo pensáis encontrar vuestro nombre por aquí, si puede saberse? –La hechicera abarcó el bosque con un movimiento de su brazo, las anchas mangas revoloteando con fluidez. El Bello no supo qué decir. Se limitó a encogerse de hombros–. Muy bien. Vos seguid comiendo, Perceval, que boca ocupada no dice memeces. –El aludido se atragantó, no sabiendo muy bien por qué demonios la hechicera se cebaba con él.

»Si queda claro algo, es que sois tres chorlitos que no tenéis ni idea de en qué os habéis metido. Y algo me hace pensar que el… astucioso… Merlín os ha mandado para vigilarme. Habrá que complacerle, entonces. No voy a patalear ni a gritar como una niña boba. Si podéis seguirme el paso, seguidme. Vamos al pantano, a ver qué hay allí para Elin.

Comenzó a andar a grandes trancos, sin detenerse por un momento a mirar atrás, y los tres tuvieron que echar a correr para alcanzarla antes de que se desvaneciera entre los gruesos árboles del bosque de Genindas. Se miraban, miembros como eran de la Tabla Redonda, con caras estupefactas, sorprendidas, aturdidas, sin saber muy bien qué pensar sobre la diatriba de la hechicera. Que seguía andando con tal velocidad que parecía que el diablo la persiguiera. Los caballeros, que apenas habían tenido tiempo para ponerse sus brillantes armaduras al despertarse, resollaban y jadeaban como caballos enfermos, mientras Elin avanzaba ligera, como un espíritu, más cerca de Morgana que de ellos.

–¿A vos os dijo… Merlín algo sobre… vigilar a Morgana? –farfulló con el aliento que pudo Perceval.

–No… ni una palabra –respondió el otro.


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